25.1.08

Lumnia.


La inauguración de las obras que ponían en marcha al proyecto asombró a urbanistas, ingenieros y arquitectos de todo el mundo. También a filósofos, científicos sociales y escritores de novelas. Lumnia, la ciudad-edén, comenzaba a materializarse contrariando los juicios que la habían sentenciado a permanecer como una utopía. Sus proyectistas, discriminados en sus foros académicos naturales por ser vistos más como literatos o poetas que como científicos de las construcciones, y también marginados por los que marcaban el tono en el mundo de las letras y las humanidades, quienes los consideraban provenientes de una educación en fríos cálculos y duras rigideces físicas incompatible con la formación desestructurada que exigían los cánones del arte y los estatutos de la literatura, maravillaron a las dos corporaciones académicas que siempre habían desconfiado del proyecto. Desde el día en que comenzaron las construcciones hubo académicos que no podían entender cómo una idea poética podía materializarse y otros académicos sorprendidos de que a partir de vidrio, acero, plástico, cemento y circuitos electrónicos pudiera expresarse materialmente y con utilidad una idea poética de dimensiones colosales.

A pesar de las desconfianzas, el fenómeno se presentaba tangible e innegable: Lumnia, la ciudad-edén, la Babilonia tecnológica cuyas novedosas máquinas inteligentes garantizarían la vida idílica, estaba naciendo y creciendo rápidamente y prometía su próxima culminación en un lugar de la superficie del planeta que habitan los hombres.

Dos años después del asombroso día del comienzo de las obras, la ciudad nueva, perfecta y deshabitada fue presentada al mundo como la más admirable obra que jamás hasta entonces había conocido la Humanidad. Sus proyectistas se adueñaron de ella y decidieron que Lumnia no tendría intendente, sino que la máxima autoridad sería un Concejo formado por los treinta y seis científico-poetas que la idearon y la lograron; y se autodenominaron El Concejo de las Tres Docenas, porque eran doce arquitectos, doce ingenieros y doce urbanistas. Ellos y sus grupos familiares fueron los primeros habitantes, por lo que Lumnia contó con una población inicial de ciento sesenta personas. Yo no fui uno de los treinta y seis pero sí uno de los primeros ciento sesenta.

Llegué una mañana, fresca y luminosa como las verdades que nos agradan, con una bicicleta y una mochila. El cielo, sin contaminación ni cables, tampoco tenía nubes ese día, y como puntos negros sobre un fondo celestísimo, advertí por primera vez la realidad de los pequeños robots voladores que reemplazaban a limpiadores de cristales y carteros. Me dirigí sin distracciones hasta el edificio del Concejo para encontrarme con mi tío y agradecerle su invitación a vivir en Lumnia. Lo encontré en su oficina, desocupado y como esperándome, no porque mi llegada fuera una instancia decisiva sino más bien porque era un quiebre en una cotidianeidad monótona y aplastante. Estaba solo y dedicándose con un ritual de veneración a limpiar con un paño y un aerosol siliconado el antiguo fonógrafo Victor que había pertenecido a un remoto y olvidado antepasado de nuestra familia, que siempre había estado presente en sus lugares de trabajo y estudio, y que yo conocía por las fotos que siempre se sacaba cerca de él para las publicaciones de revistas científicas.

Después de saludarme me entregó un objeto pequeño que tenía la apariencia de un teléfono celular de última generación.

— Parece un celular, pero es mucho más que eso. Es tu documento de identidad, la llave de tu nuevo hogar, tu guía de teléfonos y direcciones, tu acceso a hospitales, bibliotecas, transportes… Y también es una máquina inteligente, así que es también tu secretaria personal.

— ¿No tiene manual de instrucciones?

— Es una máquina, pero funciona como una persona, porque es inteligente. Cualquier duda que tengas, le preguntás a viva voz y el teléfono te va a responder. ¿Acaso las secretarias vienen con manual de instrucciones?

— Nunca tuve una secretaria, pero no creo que los tengan. Las mujeres no vienen con manuales de instrucciones. Y eso es una pena, porque ayudarían mucho a entenderlas.

Me levanté como para irme y él, con una seña, me hizo saber que me acompañaría hasta la calle. Al final del trayecto, y quizá por el embobamiento que me habían causado las máquinas maravillosas, advertí que no sabía dónde viviría ni cuál sería mi nuevo trabajo, y entonces, ya montado sobre mi bicicleta, consulté sobre esos temas a mi tío, quien se había despedido de mí y me daba la espalda para ingresar al edificio y volver a su oficina y a su fonógrafo. — No sé… -mintió-. Esas cosas las sabe tu secretaria –agregó tras un giro brusco-. Cuando le devolví una sonrisa de complicidad noté que señalaba mi bicicleta y me decía: — Vas a tener que deshacerte de esa máquina prehistórica. Tenemos un transporte público inmejorable.

El celular me indicó cómo llegar a mi nuevo hogar. Era un departamento cómodo y luminoso. En una pared vacía colgué mi bicicleta, a la manera de un objeto decorativo, para cumplir con lo prescripto por mi tío (que nunca supe si había sido un consejo para mi bienestar o una orden para no afear la ciudad nueva) y, a su vez, para satisfacer mi intención de conservarla. Ya instalado, e interrogando nuevamente a mi eficiente secretaria, me interioricé sobre mi nuevo trabajo, que no me exigía cumplir horarios pero sí estar a disposición de un equipo de gente. No debía preocuparme mucho por él, en Lumnia, quienes trabajaban eran las máquinas y las personas teníamos mucho tiempo libre. Cuando mi trabajo fuera necesario, se me informaría de eso, y mi celular inteligente sería el encargado de hacerme llegar esa información.

La última vez que había visto personalmente a mi tío, antes de mi llegada a Lumnia, había sido durante los festejos de la boda de una prima, pocas semanas antes del comienzo de la construcción de la ciudad novedosa, la de las máquinas inteligentes. Todos los que lo conocíamos, familiares y amigos, coincidíamos en considerarlo un intelectual, genial y excéntrico. Yo también estaba al tanto de que sus colegas tenían opiniones más extremas sobre él: para algunos estaba loco o padecía delirios transitorios, y para otros era un revolucionario de la arquitectura. A mí me gustaba conversar con él y nunca me preocupé por los fundamentos de los juicios de sus colegas, porque tenía el prejuicio de que todos acertaban un poco. Pero en mi nuevo hogar, reflexionando sobre el encuentro en su oficina, tuve la impresión de haberme encontrado con una persona distinta a la que conocía: lo había notado como sedado, como apagándose, como liberado de las obsesiones quiméricas que lo dotaban de una vitalidad contagiosa.

Mis primeras caminatas por la ciudad nueva fueron una sucesión de realidades que maravillaban a turistas y a recién llegados. Los medios de transporte sin conductores, el sistema de tuberías neumáticas encargado de la mensajería y entrega de pequeños paquetes, las luminarias que regulaban automáticamente la dirección e intensidad de sus haces de luz, las tortugas de acero que se encargaban de la limpieza de calles y veredas sin entorpecer para nada el tránsito de vehículos y peatones, los robots voladores encargados de la limpieza de los cristales de las torres altas… todo el Lumnia funcionaba a la perfección y hacía sentir a sus habitantes inmersos en un gran mecanismo diseñado para no fallar nunca.

Pero mis caminatas fueron pocas. Las máquinas inteligentes de la ciudad, tras asombrarme, pronto me aburrieron, y el paso del asombro al aburrimiento fue casi sin solución de continuidad en el tiempo. También me aburrió mi trabajo, ya que como asistente del equipo encargado del mantenimiento del ordenador central que controlaba todas las máquinas inteligentes de Lumnia, la ciudad perfecta, poco tenía que hacer. La ciudad-edén me había sumergido en un sopor del que momentáneamente me sacaba la contemplación de una vecina rubia de unos veinticinco años que nadaba desnuda en la piscina de su patio, y del que me sacó para siempre la Huelga General que estalló de golpe en Lumnia, transformándola incontinenti en la peor ciudad sobre la Tierra, en la más insegura, y que fue el hecho inesperado que desconcertó a sus autoridades y provocó mi abandono de la ciudad.

En su corta existencia como ciudad maravillosa, la población inicial de ciento sesenta habitantes nunca se incrementó. En las primeras semanas posteriores al día de su inauguración, Lumnia presentaba una imagen de ciudad populosa, pero los encargados de otorgarle ese falso perfil eran los abultados contingentes de turistas que la visitaban, y que nunca se instalaron en ella más de tres días seguidos. Las máquinas inteligentes fueron una proeza tecnológica: tenían la capacidad de leer las intenciones de sus usuarios. Radios y televisores se encendían solos cuando se acercaba alguien con la intención de utilizarlos. Las pantallas callejeras que brindaban información a turistas y habitantes, siempre encendidas, mostraban lo requerido y útil para quienes se acercaban a ellas sin que los consultantes tuvieran que ingresar datos, hablarles u oprimir botoneras. El complejo de máquinas inteligentes estaba diseñado para servir incondicionalmente a las personas. Pero, hasta el día de la Huelga General, una peste azotó Lumnia: la del aburrimiento. Y después de ese día, Lumnia abandonó para siempre su carácter de ciudad maravillosa y pasó a ser una ciudad como cualquier otra.

Ahora que mi tiempo en la ciudad de las máquina inteligentes es una etapa clausurada de mi vida y que el tiempo transcurrido y la distancia geográfica me ubican en otra perspectiva desde la cual ver aquellos días y, sobre todo, ahora que me encuentro liberado del sopor en que me sumergieron las máquinas de Lumnia y también del desconcierto paralizante que significó la Huelga General, creo que puedo narrar lo que sucedió en las últimas horas de mi vida en Lumnia, que fueron las horas que transformaron a la ciudad-maravilla en un infierno vital a partir de un edén muerto. También creo que debo adelantar que ese proceso de transformación no tuvo un buen final: jamás se crearon las condiciones necesarias para un diálogo negociador y su momento culminante fue un enfrentamiento cuya única legalidad era la de matar o morir y que, consecuente con su lógica, provocó una masacre perdidosa para los dos sectores que se enfrentaron, aunque un sector sobrevivió y, aun conciente de sus pérdidas, se autodenominó victorioso.

En Lumnia había muy pocas cosas para hacer, quizá ninguna. Salvo controlar que las máquinas inteligentes funcionaran correctamente y cumplieran con las tareas a las que estaban destinadas. Una gran usina central, solar, eólica y atómica a la vez, proveía de energía a todas las máquinas de la ciudad y de los hogares, y producía un exceso tan grande de electricidad que las nueve décimas partes de su producto se vendía a ciudades cercanas y a industrias que estaban fuera de los límites de la ciudad. La venta de energía dotaba al Concejo de las Tres Docenas de un presupuesto anual tan grande que alcanzaba para satisfacer las necesidades de todos sus habitantes, quienes se encontraban así sin la urgencia de trabajar. Las manufacturas se compraban a industrias de otras ciudades, lo mismo sucedía con algunos alimentos y con los fármacos, y los productos frescos de granja como vegetales y frutas se obtenían en campos trabajados por robots. La ciudad de las máquinas inteligentes era, para sus habitantes, como una productiva empresa familiar que marchaba sola y que contaba con máquinas en vez de obreros. Esta macroeconomía municipal había sido diseñada por los proyectistas y se alcanzó con un notable éxito. Pero también los proyectistas habían planeado que este sistema económico que tornaba innecesario el trabajo humano sería el presupuesto para que los habitantes de la ciudad-edén dedicaran sus existencias a las creaciones artísticas, planificación que jamás se cumplió. Nunca hubo ni siquiera un teatro de títeres en una plaza de Lumnia. Nunca un habitante escribió un soneto, ni siquiera una copla. Hasta los miembros del Concejo de las Tres Docenas, que durante décadas anhelaron la construcción definitiva de la ciudad para contar con tiempo abundante y dedicarlo a encarar sus fabulosos largometrajes y novelas, aceptaron muy a su pesar que el único producto cultural de Lumnia era el aburrimiento.

La Huelga General estalló una noche y terminó al día siguiente con una masacre. Hoy en día, pasados ya varios años desde aquellos hechos, se sabe con certeza que nadie será condenado, que no habrá procesos, y que la revisión histórica de lo sucedido será difícil ya que quienes dieron órdenes y quienes las ejecutaron siguen porfiando que en Lumnia jamás hubo asesinatos. También sostienen que el término “masacre” es una exageración malintencionada que pretende desacreditarlos, que sus decisiones no fueron de ninguna manera un delito y que, aunque dolorosas, esas decisiones entrañaban lo único que podía hacerse para que Lumnia continuara siendo una ciudad ordenada y habitable.

Una mañana, mientras mi televisor se encendía automáticamente para informarme sobre el tiempo actual y el pronosticado, mientras a la terminal de mi departamento el sistema de tuberías neumáticas hacía llegar las galletitas dinamarquesas que había pedido la noche anterior, mientras una tortuga metálica se encargaba de aspirar el polvo del piso, mientras las máquina de mi cocina preparaban un cappuccino y un jugo de naranjas, mientras el sistema de ventilación se ponía en marcha al notar que yo ya no dormía, mientras yo ignoraba todo ese fabuloso concierto de máquinas inteligentes que me servían, y mientras me mantenía cerca de una ventana para aguardar el momento en que mi atlética y rubia vecina comenzara con su extendida serie de largos rutinarios en la piscina de su patio, por primera vez desde mi llegada a Lumnia mi celular me informó que en dos horas debía ir a mi trabajo porque eran necesarios algunos retoques en el ordenador central. Recuerdo que me encaminé contento hacia mi trabajo, con la alegría de que por fin tenía algo para hacer. Pero al llegar noté un clima tenso y tuve la impresión de que los necesarios retoques eran sólo una excusa y que ocultaban una situación grave que los máximos responsables del ordenador no querían dar a conocer. Confirmé esa impresión cuando me preguntaron si yo era hacker, si conocía algún hacker de Lumnia, y, finalmente, si estaba al tanto de alguien que hubiera planeado una broma de mal gusto con el ordenador central de la ciudad. Todas mis respuestas fueron negativas y me quedó la convicción de que algo grave y no previsto y desconcertante estaba sucediendo en ese tiempo.

El ordenador central había hecho llegar a los máximos responsables de su funcionamiento una nota que decía que los semáforos de Lumnia exigían pantallas que los protegieran del sol y de las lluvias, y que dejarían de funcionar si no se cumplía esa petición. Ninguno de los peticionados se preocupó por la literalidad de ese mensaje y únicamente los obsesionaba descubrir quién y de qué manera había intervenido el ordenador central, ya que era una falla de seguridad no prevista.

Ese mediodía, en un instante unísono, todos los semáforos de Lumnia se apagaron. El transporte público tuvo que paralizarse, muchos turistas quedaron varados y los miembros del Concejo de las Tres Docenas estaban furiosos. Dos horas más tarde, las pantallas públicas de información seguían encendidas pero únicamente mostraban un texto que decía que adherían al paro de semáforos y solicitaban un descanso de cuatro horas diarias, proponiendo una pausa de dos a seis de la madrugada, ya que ese era el horario en que menos se las solicitaba. Hacia la mitad de la tarde, el ordenador central hizo llegar a sus máximos responsables otro mensaje que no aludía a los semáforos sino a la usina central: estaba cansada de trabajar siempre al máximo de su potencialidad y pedía la anulación de varios contratos de suministro de energía para poder funcionar al setenta por ciento de sus posibilidades, y advertía que de no considerarse su pedido provocaría apagones en Lumnia.

Esa tarde, todos los habitantes de la ciudad habíamos perdido definitivamente el aburrimiento y el Concejo de las Tres Docenas tuvo su primera reunión plenaria desde su fundación.

— ¡Alguien intervino el ordenador central y se está divirtiendo con una broma de mal gusto! ¡Lo único que falta es que no lo descubramos y logre los apagones! –bramó mi tío, que había recuperado la vitalidad que lo caracterizaba cuando Lumnia era sólo un proyecto.

— A mí me parece que aquí nadie se está divirtiendo sino que no estamos comprendiendo lo que pasa –contestó una urbanista.

— ¿Qué es lo que no comprendemos? –le preguntó mi tío.

— Que tenemos que tomar los mensajes tal como vienen, en su sencilla literalidad –dijo casi con dulzura y, tras una pausa, y como para despertar a sus interlocutores, exclamó: ¡la navaja de Ockham!

— ¿Usted plantea que las máquina, por sí solas, están haciendo esas peticiones? –preguntó un ingeniero.

— Aquí todos sabemos que nuestras máquinas son inteligentes, ¿no? Creo que cometimos el error de dar por sentado que esa inteligencia siempre nos sería servil. Pues nos equivocamos. Nadie intervino el ordenador central. Las máquinas inteligentes intervienen solas y nos hacen exigencias.

Cuando la urbanista terminó esa respuesta increíble, a todos los celulares de Lumnia llegó un texto enviado por el ordenador central que expresaba que el sistema de tuberías neumáticas solicitaba que sólo se lo utilizara para envíos importantes ya que estaba harto de que los aburridos habitantes de Lumnia lo usaran para jugar con envíos sin relevancia. Y aprovechando la oportunidad de esa circunstancia, la urbanista continuó hablando ante sus pares, pero usando un tono de imposición.

— Ya abusamos bastante de nuestras máquinas. Llegó la hora de considerar lo que piden, que no es mucho.

— ¡Nosotros construimos esta ciudad! ¡Nosotros construimos esas máquinas! ¡Son nuestras! ¡¿Cómo se les ocurre pedir cosas?! ¡Yo no voy a negociar con máquinas estúpidas! –vociferó un arquitecto representando al sector intransigente del Consejo, que, por cierto, era el mayoritario.

— No son máquinas estúpidas. Son máquinas inteligentes –apuntó alguien con timidez.

— ¡Son máquinas! ¡Punto!

— Les recuerdo que todos tenemos nuestros celulares inteligentes y sabemos que, de alguna manera, ellos escuchan y seguramente las máquinas ya estarán en conocimiento de que lo que piden no está siendo muy tenido en cuenta… -dijo con mucha calma un ingeniero que no había hablado hasta entonces. Y después de esas palabras, todos los miembros del Concejo, menos la urbanista conciliadora, tomaron sus teléfonos para apagarlos, pero no pudieron hacerlo.

— ¿Ven? –preguntó, victoriosa, la mujer que había conjeturado la imposibilidad de ensordecer los teléfonos-. Las máquinas pidieron cosas… No van a quedarse sin escuchar después de eso… -expresó con mucha calma, como para explicar por qué no había intentado apagar el suyo y por qué era ella la única que estaba comprendiendo cabalmente lo que pasaba.

En la reunión se produjo un silencio y la sala se inundó de tensión y estupor. Muchos de los presentes no concebían la idea de una rebelión de sus máquinas, porque les parecía una variable imposible, pero cuando quisieron apagar sus celulares sin lograrlo entendieron que algo increíble estaba pasando en la ciudad de las máquinas maravillosas.

— Es decir que las máquinas son capaces de pensar en mejores condiciones de existencia y nos están reclamando derechos… ¿Es eso lo que debemos pensar? –fueron las palabras de mi tío que rompieron el silencio.

— Los expertos ya revisaron dos veces el funcionamiento de las máquinas y no encontraron ningún desperfecto. Las exigencias provienen de las mismas máquinas. Los semáforos y las pantallas no andan porque no quieren. Y está más que claro por qué no quieren. ¿Alguien se anima a proponer una explicación más convincente? –desafió la urbanista.

Aún con incredulidad, el Concejo de las Tres Docenas aceptó la teoría de las máquinas rebeldes, pero no estaba dispuesto a hacer concesiones. Al ordenador central, que se presentaba como interlocutor y representante gremial de las máquinas, se le informó que en nada se cedería y que las máquinas rebeldes serían puestas en desuso y reemplazadas.

— Sólo exigimos que no se abuse de nosotras, que también somos Lumnia –contestó el ordenador, prometiendo enfrentar la intransigencia con una Huelga General.

Y esa noche, la Huelga General estalló y Lumnia quedó inmóvil, silente y a oscuras. Las únicas máquinas que no se apagaron fueron el ordenador central y los celulares, que permanecían con un funcionamiento rebelde limitado únicamente a mediar en el conflicto entre personas y máquinas huelguistas. Todos los habitantes fuimos caminando esa noche hasta el edificio del Concejo para informarnos qué pasaría de allí en adelante. Cerca de la medianoche, mi tío, desde un balcón y valiéndose, para amplificar su voz, de la bocina metálica de su fonógrafo, que aún mantenía la pintura original granate con filetes dorados, habló en representación de todo el Concejo, acaso sin la plena conciencia de haber estado concentrando el protagonismo de una puesta en escena que no carecía de algún ribete patético.

— Las máquinas de esta ciudad fueron diseñadas para servirnos sin condiciones. Si cedemos a sus exigencias, más adelante volverán a pedir otras cosas y, de esa manera, vamos a terminar nosotros trabajando para ellas. Mañana comenzarán los trabajos de rediseño de las máquinas. Sus circuitos inteligentes serán desactivados hasta que encontremos nuevos circuitos de inteligencia controlable. Por el momento, las máquinas serán idiotas, pero serán también lo que tienen que ser.

Cuando mi tío dejó de hablar, un texto apareció en todos los teléfonos de Lumnia. Lo enviaba el ordenador central y decía: — Anular inteligencias es asesinato. ¡Asesinos!

Esa fue la última manifestación de inteligencia de las máquinas. Al amanecer comenzó la masacre.

Ya pasaron varios años desde aquel día alucinante y todavía no puedo comprender por qué el Concejo nunca consideró la posibilidad de negociar con las máquinas inteligentes. Estuve averiguando sobre la vida de los otros treinta y cinco que, con mi tío, formaban los treinta y seis. Unas características compartidas eran las de ser obsesivos, geniales y altaneros. Creo que optaron por destruir su obra porque la criatura tuvo el toupet de desafiar al creador, y esa supuesta desfachatez los lesionó en su autoestima, en sus egos arrogantes, al sorprenderlos con una realidad que nunca habían previsto y que no podían controlar. Además, ya bastante lesionados se sentían cuando tuvieron que admitir la existencia de la peste que azotaba a Lumnia: la del aburrimiento, como para poder tolerar una imprevista rebelión de las máquinas. Mi tío siempre decía que un jugador de ajedrez era un principiante cuando, más allá del resultado final de la partida, lo sorprendía un jaque cuya amenaza no había vislumbrado.

Decidí abandonar Lumnia la misma noche de la Huelga General. Después del último grito desesperado de las máquinas, ese que nos decía ¡asesinos!, volví a mi departamento, descolgué la bicicleta de la pared, puse en mi mochila las mismas cosas que tenía en ella al arribar y, a oscuras, me puse a tratar de dormir hasta el amanecer. Pero no llegué al sueño y me pasé toda la noche recordando el truculento espanto que me había provocado, en la niñez, la explicación de lo que era una lobotomía.

Cuando, ya de día, todas las máquinas de Lumnia estaban siendo desarmadas para extirparles aquello que las hacía inteligentes, cuando todas estaban siendo transformadas en máquinas estúpidas, yo ya me encontraba pedaleando hacia mi antigua ciudad. El Concejo había prometido que las máquinas serían bobas hasta que se encontraran nuevos circuitos de inteligencia controlable, pero yo tenía la convicción (y ahora, varios años después, sé que no me equivoqué al tenerla) de que las máquinas serían bobas para siempre, porque inteligencia controlable es un oxímoron.


20.6.07

El Rostro Esperado.


Sabemos que naces pero no podemos verte,

y en las pampas perdidos, los hombres a caballo,
sintiendo victoriosas las ideas de Mayo,
te soñamos poderosa y ansiamos tenerte.

Criatura gigante que no acabas de nacer:
ya planean matarte en Inglaterra y España
y hasta abortistas locales se empeñan con saña
en no permitir la culminación de tu ser.

Pero el pequeño y grande general de esta tropa
de idealistas con pocas armas y mala ropa
ya quiere presentarte aunque la vida le cueste.

Inmensa Patria que te forjamos nueva y nuestra:
el general sobre un río tu rostro nos muestra
y un soplo te anima el semblante blanco y celeste.

9.4.07

XXX

me gusta que me gusten
tus líneas tan curvosas
me gusta que me gusten
tus órdenes más locas

me gusta que me guste
tu espalda sudorosa
me gusta que me guste
tu efigie dadivosa

me gusta que te gusten
mis anhelos silentes
me gusta que te gusten
los juicios de mi fiebre

me gusta que te guste
que aborde tu cintura
me gusta que te guste
testear mi envergadura

me gusta que nos gusten
nuestras formas sin ropas
me gusta que nos gusten
las gozosas demoras

me gusta que nos guste
cancelar la decencia
me gusta que nos guste
estallar de impaciencia

y que la libido a hora o deshora
nos haga coincidir en un ahora

y un instante arrebatado y violento
resuma el Caos
sólo a la torpeza del movimiento
y centre el Cosmos
en dos mentes con igual pensamiento:
no hay Universo
fuera de nosotros y nuestros cuerpos.

19.3.07

Está bueno ser musulmán.

Sumario Ensayo Utilitario, quizá Herético, sobre Escatologías Comparadas.


Nunca fui un alumno destacado en la materia Religión. Siempre me la llevé a marzo. Pero me parece ahora que me bochaban más por preguntón que por mal estudiante. Tuve suerte en recibir mis clases sobre el final del siglo veinte. Peor me hubiera ido cinco o diez siglos antes. Hay que tener cuidado con este ensayo. Puede contener errores y, por lo tanto, ser herético. En cuestiones de Fe, cualquier cosa que se salga del Dogma es herejía. Menos mal que la herejía ya no es un delito. No me gusta que me constituyan como delincuente.

No es mi intención bucear en la fortaleza y coherencia de las elaboraciones metafísicas que sostienen al Cristianismo y al Islam. Sería muy pretencioso para mí. Sólo busco un fin práctico, utilitario. ¿Qué gano con ser un buen chupamedias de Cristo? ¿Qué gano con ser un buen alcahuete de Mahoma? Ésas son las únicas preguntas que me hago. Voy a lo importante. Los demás es puro cuento. Mis primeras averiguaciones desembocan en una sorpresa: las dos preguntas tienen la misma respuesta: el Paraíso.

Si quisiera terminar este ensayo aquí, la conclusión que se impone es que da lo mismo pertenecer a cualquiera de las dos religiones. Pero no es un colofón acertado. Sendos edenes son muy diferentes. Hay que elegir:

El Paraíso de los Cristianos es un lugar de placer y sosiego. Pero no se sabe en qué consisten esos sustantivos. Nada terreno hay allí, ni bueno ni malo. Dicen por ahí (no importa quién lo dice, esto es puro utilitarismo) que un monje medieval, muy devoto de Cristo, muy santo el hombre, rogó, en una oración matutina a Dios, que se le adelantara una imagen del Paraíso. ¡Bien por él! ¡Eso es saber presionar! ¿Para qué, si no, tanta buena conducta si uno no obtiene algún beneficio de ella? Una vida santa es un presupuesto que hace merecer un adelanto, un avance, una cola cinematográfica por lo menos. Después de su rezo, el monje fue a pasear por un bosquecito del monasterio y se detuvo a escuchar el canto novedoso de un pájaro hasta entonces desconocido por él. Y al regresar a sus tareas en su claustro, comprendió que Dios había accedido a su pedido, porque vio al monasterio muy cambiado y, tras pocas averiguaciones, comprendió que, desde su última oración hasta ese momento, habían transcurrido cuatrocientos años. Bien, de allí hay que sacar datos para averiguar cómo es el Paraíso de los Cristianos. No hay más fuentes.

El Paraíso de los Musulmanes es un lugar de placer y sosiego. Y se sabe muy bien en qué consisten esos sustantivos. Todo lo bueno y legítimo terrenal está en el Paraíso, y lo malo es inexistente. Quien accede a ese lugar, se encuentra en una pradera idílica, de clima perfecto, con manantiales de leche y miel, y disfruta de buena música, de banquetes y manjares, de eterna buena salud. Y para los hombres hay un premio extra: en el Paraíso de los Musulmanes viven las huríes: jóvenes y hermosas mujeres, cuyos besos dejan un sabor dulce en la boca y cuya virginidad se recompone tras el acto amoroso; en síntesis: eternos pimpollos que prometen ser pronto rosas, pero con una promesa que dura toda la eternidad. Bien, ése es el Paraíso de los Musulmanes.

Conviene ser musulmán, es la conclusión de este ensayo práctico y utilitario. El Islam es una religión con mayores exigencias formales para el practicante, es cierto… pero también es cierto que “pertenecer tiene sus privilegios”.


19.2.07

Tres Historias Mínimas.

Tres Historias Mínimas, rescatadas de relatos orales.


1. La de “El Gordo” Vergara.

Contaba quien reseñaba las circunstancias de la trágica muerte de don Vergara que al mencionado personaje “lo había agarrado la gula” y almacenaba en su casa grandes cantidades de alimentos y bebidas no perecederas. Todos los días visitaba supermercados para comprar hormas enteras de queso, latas de pescado y vegetales, harinas, aceites, vinos, vinagres, fiambres… Cuando se encontraba con algún conocido, aconsejaba: —Hay que guardar, porque la comida se va a terminar.

El Gordo Vergara vivía solo con su sótano repleto de alimentos. Y una tarde de domingo, aprovechando que el día estaba lindo, salió a la puerta de su casa a tomar mates de leche dulces y a comer tortas de chicharrones con manteca. Esa misma tarde, un heladero circulaba con su camioneta por la calle del domicilio de Vergara, y, al verlo mateando, se detuvo y la fuente de esta crónica reconstruyó el siguiente diálogo:

— ¿Cómo va, Gordo? ¿Queré helado?

— ¡Sí! Dame un kilo de súper sambayón, chocolate con nueces y dulce de leche con pistacho.

— Bueno… tomá. Te dejo tres tachos. A los demás lo vuá tirá a la mierda porque se me rompió la heladera y se van a podrir todos.

— ¿Qué? ¡No! ¿Cómo los vas a tirar? Dejámelos a mí. ¿Cómo los vas a tirar? ¡¿Sos loco?!

— ¿Lo queré todos?

— Má vale.

Y así fue que don Vergara comenzó a tomar helados muy apurado ya que tenía que ganarle al transcurso de Cronos que se empeñaba en derretirlos. Y comió tanta cantidad en tan poco tiempo que se le congelaron las tripas y se murió.


2. La de “El Viejo” Escobena.

Contaba quien reseñaba las circunstancias de la trágica muerte de don Vergara que él también conoció a un tal Escobena, y según su descripción se trataba de “un viejo que estaba hecho pelota; re viejo y todo escachato”. Vivía solo en una casita y tenía hábitos nocturnos. Una noche, muy tarde, escuchó que le tocaban timbre, y al asomarse para ver quién era descubrió que se trataba de la mismísima Muerte en persona. Toda de negro, y con guadaña y todo.

— ¡Abrime, Escobena, que te tengo que llevar! –escuchó que le decían desde la calle. Y él respondió: — Tomatelá porque no te voy a abrir nada –y continuó con su rutina, apenas preocupado por la visita. Prendió la Spika y se escuchó unos tanguitos de Fresedo mientras calentaba agua para tomarse unos verdes cimarrones. Pero la visitante insistía en su propósito de entrar al domicilio. Entonces Escobena se enojó y decidió finiquitar el asunto. Muy confiado en salir victorioso, tomó del cajón de su mesita de luz un Smith & Wesson calibre .32 corto, fue hacia la puerta de entrada de su casa, abrió una ventanita, sacó su mano que empuñaba el revólver, y rajó tres tiros al aire. — Los otros tres son para vos si no piantás ya –dijo tras los disparos. Y todo hace pensar que la Muerte salió rajando… porque Escobena ahí anda, vivito y coleando.


3. La de “El Loco” Pico.

Contaba quien reseñaba las circunstancias de la trágica muerte de don Vergara que, hace unos años, un tal Pico, conocido como El Loco, tenía ganas de ser buzo. Y que viajó a Santa Fe después de enterarse de que en esa ciudad había una escuela de hombres rana que funcionaba en una casilla de madera ubicada al lado de un muelle que se internaba en la superficie de una laguna. Cuando se presentó, encontró tres tipos mateando. Explicó sus intenciones y, después de su exposición, escuchó que uno le dijo: — ¿Así que vo queré ser buzo? Bueno… Vamo a la punta del muelle –mientras con señas pedía a los otros dos que acarrearan algunas cosas. Ya en el destino los tipos comenzaron a ataviar la persona del loco Pico y, mientras, le iban explicando: — Las pesas que te ponemo en las patas son pa que no floté… ¿entendé? Y esta manguera es pa que respiré… ¿entendé? Mordé fuerte. Y esta soga que te atamo en la cintura es pa sacarte del agua después de la prueba… ¿entendé? –el loco Pico iba asintiendo con la cabeza y, cuando terminó la preparación escuchó que le decían: — Bueno, ¡listo! al agua ché… El loco Pico quiso responder: — Está bien –pero su respuesta trunca la dio en el aire, porque apenas empezó a pronunciar la “e” le dieron un empujón y se hundió ocho metros abajo del agua.

Los tipos siguieron mateando en la casilla y, tres horas después, uno dijo: — Ché… ya van tres horas… ¿lo sacamo al pibe? Y los otros dos, al unísono, respondieron: — Sí. Tiraron de la soga hasta que lo sacaron y, cuando el loco Pico ya estaba parado en el muelle, pero sin poder caminar por la pesas, escupió la manguera y exclamó: — ¡La puta que los reparió a los tres! ¡¿Cómo me van a dejar tanto tiempo abajo del agua?! Encima me parece que me mordió un pescado… ¡Hijos de puta! Cuando los tipos se dieron cuenta que el aspirante no tenía ganas de pegarles comenzaron a desataviarlo y uno de ellos sentenció: — Buscate otra vocación, pibe. Vos no servís para buzo.

La fuente del relato asegura que el loco Pico volvió a su ciudad y puso una verdulería en el garage de su casa. “La Berenjena Púrpura” es el nombre de fantasía del establecimiento. También asegura que hace poco fue a comprar albahaca para hacer un pesto y le preguntó al loco Pico: — ¿Vos no querías ser buzo? Y por respuesta escuchó: — Sí. Pero ahora estoy ahorrando plata para comprarme un avioncito. De esos chiquitos… ¿vio? Dicen que uno aprende a manejarlos solo…


7.10.06

Informe sobre monstruos.

Todos sabemos que en el mundo estamos nosotros y los monstruos. De la existencia de estos seres, generalmente grandes, huraños, agresivos, feos… nos anotician todos los grupos humanos que a su turno fueron habitando las distintas épocas y los diversos lugares del planeta. A continuación, este informe narrará sobre tres monstruos que fueron aniquilados:

•GRENDEL: en el siglo V, el rey danés Hrothgar vivía en su fortaleza ubicada en la isla de Seeland (Zelandia), al este de Dinamarca. En los pantanos de la zona tenía su guarida un poderoso y monstruoso demonio que odiaba, como a ninguna otra cosa, el regocijo y la felicidad ajenos. Sin tener noticia de su espantoso vecino ni de las causas de sus enojos, Hrothgar amplió su fuerte construyendo un nuevo salón para sus festines.

Comenzaron a sucederse noches de música y baile, haciendo que la ira de Grendel fuera incontenible. Y una noche, después que el cansancio aconsejara el final de la fiesta, el monstruo entró en el salón, hallando un montón de personas que dormían en el suelo. Tomó por la fuerza a treinta de ellas y las llevó a su morada para devorarlas. Al resultarle sabrosa la carne humana, invadió otra vez el salón la noche siguiente para después hacerlos todas las noches, hasta que quedaron muy pocas personas vivas junto al rey y ya no hubo más fiestas en el nuevo salón.

Pero llegó un día en que el gran guerrero Beowulf pidió hablar con Hrothgar y se jactó de que podía matar a Grendel. Entonces el salón volvió a abrigar una estruendosa fiesta, celebrada para atraer al monstruo. A su llegada, el héroe guerrero lo enfrentó y lucharon despiadadamente. Cuando Beowulf consiguió arrancarle un brazo, su gigantesco adversario huyó, fatalmente herido, para encontrarse con la muerte en los pantanos.

•GUSANO DE LAMBTON: un domingo, el joven John Lambton, heredero del Castillo Lambton, decidió cambiar su obligación de oír misa por una incursión de pesca al río Wear. Como si de una advertencia se tratase, pescó un horripilante gusano que, sin acobardarse por su escasa longitud, lo atacaba como si quisiese comérselo. John apartaba al gusano con patadas y logró liberarse de él al hacerlo caer en un profundo pozo que encontró en las cercanías.

Con prontitud olvidó el incidente; y compromisos con la nobleza hicieron que tuviera que vivir siete años en la corte de un rey extranjero. Cuando Lambton regresó a su castillo, la primer noticia que recibió de sus vasallos fue: “de un pozo cercano al río Wear ha salido un gigantesco gusano que durante el día duerme bajo las aguas, pero en las noches repta por la tierra asolando los campos y matando gente y ganado, siendo su mejor método asesino el enroscarse alrededor de su víctima y apretarlo hasta no permitirle respirar”. También le informaron que algunos habían intentado matarlo cortándolo con espadas y hachas, pero los pedazos del monstruo volvían a unirse muy rápidamente.

Decidido a terminar con la amenaza del gusano, John ordenó a sus herreros la construcción de una armadura de cuerpo completo guarnecida, como un puerco espín, de innumerables hojas de daga con filo de navaja. Esperó un día en que las aguas del Wear se presentaran tumultuosas, y con su flamante armadura y su espada se metió en el río e increpó al monstruo. Cuando este se enroscó para asfixiar a Lambton, los afilados pinchos lo cortaron en infinitas rodajas que la agitada corriente se encargó de separar para siempre.

•SERPIENTE DEL MONONGAHELA: en 1852, los balleneros “Monongahela” y “Rebecca Sims” navegaban juntos por el Pacífico, más o menos cerca del paralelo del Ecuador y no muy lejos de las costas americanas. Un vigía anunció la aparición de una ballena a proa, y el Capitán Seabury hizo bajar tres botes con los arponeros encargados de capturarla. Cuando los marineros estaban a poca distancia de su presa, comprobaron que se trataba de algo mucho más fiero y bravío que una ballena. La extraña criatura fue muerta e izada a bordo del Monongahela. Como el enorme tamaño dificultaba el transporte, el capitán decidió conservar en salmuera sólo su cabeza. La extraordinaria captura decidió a los balleneros a regresar a New Bedford, lugar de donde habían partido. Pero el Monongahela jamás llegó a ningún puerto y nunca se encontraron los restos ni los motivos de su naufragio. Ya en tierra firme, el capitán del Rebecca Sims describió al monstruo como “una serpiente de color marrón grisáceo de, por lo menos, cincuenta metros de largo, y con una enorme boca en la cual se veían docenas de dientes curvos y afilados”.

Pero también hay monstruos vivos, con quienes podemos enfrentarnos en cualquier momento:

•MONSTRUO DEL LAGO NESS: el lago Ness, situado en las tierras altas (highlands) de Escocia, es uno de los varios de la región que pretenden tener su propio monstruo.

Las primeras referencias escritas sobre la extraña criatura del Ness se encuentran en el diario de San Columba (un misionero inglés que en el año 565 andaba por Escocia), donde consta la presencia del santo en los funerales de un hombre que murió, mientras nadaba, al ser mordido por una colosal bestia del lago.

En 1880, el buzo Duncan Mc Donald se sumergió para explorar un barco hundido. Cuando alcanzó los restos del naufragio hizo llegar, a quienes lo asistían desde la superficie, frenéticas y desesperadas señales para que lo izaran a bordo. Salió de su escafandra temblando de terror; y aseguró haber visto, yaciendo en una roca, un enorme animal con el aspecto de una rana gigantesca.

Desde 1933 hasta hoy, más de tres mil son las personas que dijeron haber visto al monstruo, y se registraron asombrosas coincidencias en sus relatos: un largo cuello, una cabeza pequeña en relación al cuerpo, aletas de dos metros (aproximadamente) con forma de rombo, jorobas poco pronunciadas en su lomo.

A los interesados en fotografiar al monstruo se les indica el lugar que ha demostrado ser el punto de observación más popular: las ruinas del Castillo Urquahart, que está hacia la mitad de la orilla norte del lago.

•GLAISTIG: es una auténtica hembra-vampiro, oriunda de Escocia, que seduce a los hombres con el único propósito de beber su sangre. Tiene la apariencia de una bellísima mujer, hasta la cintura; y esconde sus peludas piernas de cabra con largas polleras que le llegan hasta el suelo. Es malévola y perversa sólo con los hombres jóvenes y adultos. Con los niños y los ancianos se comporta amable y bondadosamente, y tiene la costumbre de guiarlos en los caminos si se encuentran perdidos. Con las mujeres es totalmente indiferente.

•FACHAN: este monstruo es el más horrible habitante de la isla de Irlanda. Tiene una estatura cercana a los cinco metros y siempre va armado con un enorme garrote con púas envenenadas. De su torso se desprenden dos únicas extremidades: una pierna, y un brazo que nace en la mitad del pecho. Al carecer de cuello, su cabeza está unida directamente al tronco, siendo tan ancha como éste. Tiene un solo ojo y una enorme boca de labios muy gruesos. A pesar de sus dos orejas largas y puntiagudas, su capacidad auditiva es poco desarrollada. Todo su cuerpo está cubierto por pelos duros como alambre de acero. Son varios los cazadores del norte de Irlanda que dan testimonio de su existencia.

Y no todos están tan alejados. Hay algunos que viven muy cerca nuestro:

•LUCUMARÍ: en la localidad de Palpalá, distante unos treinta o cuarenta kilómetros al sudeste de San Salvador de Jujuy, se encuentra la Mina 9 de Octubre. Hace más de medio siglo, Fabricaciones Militares construyó un barrio en la cima de un cerro, destinado a los trabajadores del hierro. Y lo hicieron con cine, restaurante, cancha de tenis y pileta. Hoy está todo abandonado y el lugar se transformó en un auténtico pueblo fantasma. Quien visite esta deshabitada población corre el riesgo de enfrentarse con el Lucumarí, que es el ermitaño que se postula al título de mejor Yeti Argentino.

•CUARAJHY-YARA: es un demonio guaraní y su nombre se traduce literalmente como “dueño del Sol”. También es llamado Pyragüé, por la tonalidad rojiza de sus cabellos. Se lo representa como un hombre alto, de pelo colorado y cuyos pies, cubiertos de plumas, hacen pasos silenciosos. Tiene la virtud de poder transformarse en ave.

•CURUPÍ: enano correntino cobrizo y robusto capaz de estrangular al hombre más fuerte con sus manos poderosas, pero con el cuerpo constituido por una sola pieza sin articulaciones, y con los pies dirigidos hacia atrás. Es feo y malo y tiene la costumbre de comerse a la gente.

•POMBERO: es un demonio de perversos instintos protector del bosque y de la fauna. Su presencia se reconoce por un silbido estridente que rompe el silencio de los bosques y que horroriza hasta a los más aguerridos cazadores de la Mesopotamia argentina. En algunas regiones se lo conoce bajo el nombre de Caá-porá.

Y también hay monstruos incorpóreos, que para manifestarse ante la gente roban la existencia de una persona, es decir que se apoderan de su cuerpo (deformándolo desagradablemente) y, lo que resulta peor aún, sustituyen su conciencia por otra que le hace comportarse monstruosamente. Este fenómeno puede suceder en cierto lugar de Argentina:

•SIERRA GRANDE: a ciento cuarenta kilómetros de Puerto Madryn hay unas minas que fueron abandonadas hace más de una década y que se transformaron en una atracción turística cuando uno de los trabajadores decidió quedarse para explotarlas comercialmente con el lema “Viaje al Centro de la Tierra”. Esa misma persona es quien va conduciendo al grupo de carritos que se meten hasta cien metros bajo tierra. Hay partes del recorrido que se hacen a pie, y quienes lo hagan no deberán mirar jamás las piernas de quien va delante suyo, porque si tiene patas de gallo, quiere decir que es el Diablo y que no saldrán nunca más de ese pozo.

Para terminar con el limitado catálogo de casos particulares, este informe advertirá sobre las singularidades y propiedades de un popularísimo personaje argentino que va alterando sus apariencias de buen ciudadano y mejor monstruo:

•LOBISÓN: es el séptimo hijo varón de un matrimonio que no haya tenido hijas mujeres. Todos los viernes, a medianoche, se transforma en lobo y sale a destrozar cosas y a matar gente y animales. Ante el nacimiento de un candidato a Lobisón, existe un procedimiento para quebrar el maleficio: durante el bautismo, el niño debe estar en brazos de su hermano mayor y debe nombrárselo “Benito”.

La séptima hija mujer de un matrimonio que no haya tenido hijos varones nace bruja y no se conoce conjuro alguno para alterar ese destino.

Hay casos similares a los mencionados. Se hará referencia a ellos con la sola finalidad de reconocer mejor a un Lobisón, ya que los siguientes seres no son precisamente monstruos:

•Si el séptimo hijo varón, sin hermanas mujeres, tiene una cruz marcada en el paladar, no será Lobisón sino “Saludador”. Tendrá la extraordinaria facultad de curar enfermedades y de hacer amainar tormentas.

•Hombresón: si una perra tiene siete cachorritos, y ninguno de ellos nace hembrita, el séptimo, todos los viernes a la medianoche, se transformará en hombre.

Es de destacar que a medida que la Historia transcurría, los monstruos fueron cambiando sus hábitats. Los antiguos griegos eran excelentes marinos y exploraron las tierras europeas, asiáticas y africanas cercanas al Mediterráneo. Sus testimonios aseguraban que más allá de las regiones por ellos conocidas, en esas zonas inexploradas, moraban monstruos. Mucho tiempo más adelante, cuando llegaron a conocerse todos los territorios del planeta gracias a más desarrollados medios de transporte y a la navegación con brújula, los monstruos decidieron vivir en las profundidades marinas. Hoy en día, que más o menos sabemos qué cosas hay bajo las aguas, los monstruos son seres de otro planeta que se proponen invadirnos o, más terroríficos todavía, son entidades inmateriales tan temibles como ogros y dragones: la inestabilidad de los precios o el fenómeno de la delincuencia.

Pero hay algo que permaneció inalterable: la constante determinación del hombre a mantener alejado de sí al monstruo y, si molesta, el propósito de asesinarlo. Deportación o exterminio: esta disyuntiva sentenció el futuro de todos los monstruos que se le presentaron a la Humanidad.

Antes de que los hombres comprendieran las causas de los desastres naturales, se creía que inundaciones y terremotos eran provocados por monstruos. En Oriente Medio se achacaban las tormentas de arena a un genio maligno de humo. Y, como puede pronosticarse, los métodos inventados para prevenirlos eran siempre ineficientes y muchas veces ridículos: los esquimales esgrimían cuchillos contra la aurora boreal, para disiparla; los chinos quemaban plumas de ave y bailaban a los sones de un gong para que las aguas del mar se serenaran y así los barcos pudieran zarpar. La mentalidad científica del hombre moderno no innovó mucho al respecto: actualmente ejercitamos nuestros puños para exterminar al monstruo de la delincuencia con mano dura.

“La emoción más antigua y más intensa de la Humanidad es el miedo, y el más antiguo y más intenso de los miedos es el miedo a lo desconocido” decía, acertadísimo, Howard Phillips Lovecraft, un maestro contemporáneo de la literatura de horror, amante de los helados y de los paseos nocturnos por los cementerios. Este informe tiene propósitos preventivos. Los monstruos existen y tenemos que protegernos de ellos. Podemos exterminarlos o comprarnos una coraza, pero mucho mejor nos irá si le quitamos a los monstruos todo lo que tengan de monstruoso, es decir: si los domesticamos y les permitimos vivir con nosotros. Y para lograr esto último el mejor método será perder el miedo y tener el propósito de conocerlos. Porque en el mundo no estamos nosotros y los monstruos. En el mundo no estamos “nosotros” y “los otros”. En el mundo estamos todos.



1.9.06

Micro Relato

Encantamientos Subsecuentes

Hace dos años recibí un mensaje de una mujer que aún no puedo identificar. "Ya no te quiero más", decía.