25.1.08

Lumnia.


La inauguración de las obras que ponían en marcha al proyecto asombró a urbanistas, ingenieros y arquitectos de todo el mundo. También a filósofos, científicos sociales y escritores de novelas. Lumnia, la ciudad-edén, comenzaba a materializarse contrariando los juicios que la habían sentenciado a permanecer como una utopía. Sus proyectistas, discriminados en sus foros académicos naturales por ser vistos más como literatos o poetas que como científicos de las construcciones, y también marginados por los que marcaban el tono en el mundo de las letras y las humanidades, quienes los consideraban provenientes de una educación en fríos cálculos y duras rigideces físicas incompatible con la formación desestructurada que exigían los cánones del arte y los estatutos de la literatura, maravillaron a las dos corporaciones académicas que siempre habían desconfiado del proyecto. Desde el día en que comenzaron las construcciones hubo académicos que no podían entender cómo una idea poética podía materializarse y otros académicos sorprendidos de que a partir de vidrio, acero, plástico, cemento y circuitos electrónicos pudiera expresarse materialmente y con utilidad una idea poética de dimensiones colosales.

A pesar de las desconfianzas, el fenómeno se presentaba tangible e innegable: Lumnia, la ciudad-edén, la Babilonia tecnológica cuyas novedosas máquinas inteligentes garantizarían la vida idílica, estaba naciendo y creciendo rápidamente y prometía su próxima culminación en un lugar de la superficie del planeta que habitan los hombres.

Dos años después del asombroso día del comienzo de las obras, la ciudad nueva, perfecta y deshabitada fue presentada al mundo como la más admirable obra que jamás hasta entonces había conocido la Humanidad. Sus proyectistas se adueñaron de ella y decidieron que Lumnia no tendría intendente, sino que la máxima autoridad sería un Concejo formado por los treinta y seis científico-poetas que la idearon y la lograron; y se autodenominaron El Concejo de las Tres Docenas, porque eran doce arquitectos, doce ingenieros y doce urbanistas. Ellos y sus grupos familiares fueron los primeros habitantes, por lo que Lumnia contó con una población inicial de ciento sesenta personas. Yo no fui uno de los treinta y seis pero sí uno de los primeros ciento sesenta.

Llegué una mañana, fresca y luminosa como las verdades que nos agradan, con una bicicleta y una mochila. El cielo, sin contaminación ni cables, tampoco tenía nubes ese día, y como puntos negros sobre un fondo celestísimo, advertí por primera vez la realidad de los pequeños robots voladores que reemplazaban a limpiadores de cristales y carteros. Me dirigí sin distracciones hasta el edificio del Concejo para encontrarme con mi tío y agradecerle su invitación a vivir en Lumnia. Lo encontré en su oficina, desocupado y como esperándome, no porque mi llegada fuera una instancia decisiva sino más bien porque era un quiebre en una cotidianeidad monótona y aplastante. Estaba solo y dedicándose con un ritual de veneración a limpiar con un paño y un aerosol siliconado el antiguo fonógrafo Victor que había pertenecido a un remoto y olvidado antepasado de nuestra familia, que siempre había estado presente en sus lugares de trabajo y estudio, y que yo conocía por las fotos que siempre se sacaba cerca de él para las publicaciones de revistas científicas.

Después de saludarme me entregó un objeto pequeño que tenía la apariencia de un teléfono celular de última generación.

— Parece un celular, pero es mucho más que eso. Es tu documento de identidad, la llave de tu nuevo hogar, tu guía de teléfonos y direcciones, tu acceso a hospitales, bibliotecas, transportes… Y también es una máquina inteligente, así que es también tu secretaria personal.

— ¿No tiene manual de instrucciones?

— Es una máquina, pero funciona como una persona, porque es inteligente. Cualquier duda que tengas, le preguntás a viva voz y el teléfono te va a responder. ¿Acaso las secretarias vienen con manual de instrucciones?

— Nunca tuve una secretaria, pero no creo que los tengan. Las mujeres no vienen con manuales de instrucciones. Y eso es una pena, porque ayudarían mucho a entenderlas.

Me levanté como para irme y él, con una seña, me hizo saber que me acompañaría hasta la calle. Al final del trayecto, y quizá por el embobamiento que me habían causado las máquinas maravillosas, advertí que no sabía dónde viviría ni cuál sería mi nuevo trabajo, y entonces, ya montado sobre mi bicicleta, consulté sobre esos temas a mi tío, quien se había despedido de mí y me daba la espalda para ingresar al edificio y volver a su oficina y a su fonógrafo. — No sé… -mintió-. Esas cosas las sabe tu secretaria –agregó tras un giro brusco-. Cuando le devolví una sonrisa de complicidad noté que señalaba mi bicicleta y me decía: — Vas a tener que deshacerte de esa máquina prehistórica. Tenemos un transporte público inmejorable.

El celular me indicó cómo llegar a mi nuevo hogar. Era un departamento cómodo y luminoso. En una pared vacía colgué mi bicicleta, a la manera de un objeto decorativo, para cumplir con lo prescripto por mi tío (que nunca supe si había sido un consejo para mi bienestar o una orden para no afear la ciudad nueva) y, a su vez, para satisfacer mi intención de conservarla. Ya instalado, e interrogando nuevamente a mi eficiente secretaria, me interioricé sobre mi nuevo trabajo, que no me exigía cumplir horarios pero sí estar a disposición de un equipo de gente. No debía preocuparme mucho por él, en Lumnia, quienes trabajaban eran las máquinas y las personas teníamos mucho tiempo libre. Cuando mi trabajo fuera necesario, se me informaría de eso, y mi celular inteligente sería el encargado de hacerme llegar esa información.

La última vez que había visto personalmente a mi tío, antes de mi llegada a Lumnia, había sido durante los festejos de la boda de una prima, pocas semanas antes del comienzo de la construcción de la ciudad novedosa, la de las máquinas inteligentes. Todos los que lo conocíamos, familiares y amigos, coincidíamos en considerarlo un intelectual, genial y excéntrico. Yo también estaba al tanto de que sus colegas tenían opiniones más extremas sobre él: para algunos estaba loco o padecía delirios transitorios, y para otros era un revolucionario de la arquitectura. A mí me gustaba conversar con él y nunca me preocupé por los fundamentos de los juicios de sus colegas, porque tenía el prejuicio de que todos acertaban un poco. Pero en mi nuevo hogar, reflexionando sobre el encuentro en su oficina, tuve la impresión de haberme encontrado con una persona distinta a la que conocía: lo había notado como sedado, como apagándose, como liberado de las obsesiones quiméricas que lo dotaban de una vitalidad contagiosa.

Mis primeras caminatas por la ciudad nueva fueron una sucesión de realidades que maravillaban a turistas y a recién llegados. Los medios de transporte sin conductores, el sistema de tuberías neumáticas encargado de la mensajería y entrega de pequeños paquetes, las luminarias que regulaban automáticamente la dirección e intensidad de sus haces de luz, las tortugas de acero que se encargaban de la limpieza de calles y veredas sin entorpecer para nada el tránsito de vehículos y peatones, los robots voladores encargados de la limpieza de los cristales de las torres altas… todo el Lumnia funcionaba a la perfección y hacía sentir a sus habitantes inmersos en un gran mecanismo diseñado para no fallar nunca.

Pero mis caminatas fueron pocas. Las máquinas inteligentes de la ciudad, tras asombrarme, pronto me aburrieron, y el paso del asombro al aburrimiento fue casi sin solución de continuidad en el tiempo. También me aburrió mi trabajo, ya que como asistente del equipo encargado del mantenimiento del ordenador central que controlaba todas las máquinas inteligentes de Lumnia, la ciudad perfecta, poco tenía que hacer. La ciudad-edén me había sumergido en un sopor del que momentáneamente me sacaba la contemplación de una vecina rubia de unos veinticinco años que nadaba desnuda en la piscina de su patio, y del que me sacó para siempre la Huelga General que estalló de golpe en Lumnia, transformándola incontinenti en la peor ciudad sobre la Tierra, en la más insegura, y que fue el hecho inesperado que desconcertó a sus autoridades y provocó mi abandono de la ciudad.

En su corta existencia como ciudad maravillosa, la población inicial de ciento sesenta habitantes nunca se incrementó. En las primeras semanas posteriores al día de su inauguración, Lumnia presentaba una imagen de ciudad populosa, pero los encargados de otorgarle ese falso perfil eran los abultados contingentes de turistas que la visitaban, y que nunca se instalaron en ella más de tres días seguidos. Las máquinas inteligentes fueron una proeza tecnológica: tenían la capacidad de leer las intenciones de sus usuarios. Radios y televisores se encendían solos cuando se acercaba alguien con la intención de utilizarlos. Las pantallas callejeras que brindaban información a turistas y habitantes, siempre encendidas, mostraban lo requerido y útil para quienes se acercaban a ellas sin que los consultantes tuvieran que ingresar datos, hablarles u oprimir botoneras. El complejo de máquinas inteligentes estaba diseñado para servir incondicionalmente a las personas. Pero, hasta el día de la Huelga General, una peste azotó Lumnia: la del aburrimiento. Y después de ese día, Lumnia abandonó para siempre su carácter de ciudad maravillosa y pasó a ser una ciudad como cualquier otra.

Ahora que mi tiempo en la ciudad de las máquina inteligentes es una etapa clausurada de mi vida y que el tiempo transcurrido y la distancia geográfica me ubican en otra perspectiva desde la cual ver aquellos días y, sobre todo, ahora que me encuentro liberado del sopor en que me sumergieron las máquinas de Lumnia y también del desconcierto paralizante que significó la Huelga General, creo que puedo narrar lo que sucedió en las últimas horas de mi vida en Lumnia, que fueron las horas que transformaron a la ciudad-maravilla en un infierno vital a partir de un edén muerto. También creo que debo adelantar que ese proceso de transformación no tuvo un buen final: jamás se crearon las condiciones necesarias para un diálogo negociador y su momento culminante fue un enfrentamiento cuya única legalidad era la de matar o morir y que, consecuente con su lógica, provocó una masacre perdidosa para los dos sectores que se enfrentaron, aunque un sector sobrevivió y, aun conciente de sus pérdidas, se autodenominó victorioso.

En Lumnia había muy pocas cosas para hacer, quizá ninguna. Salvo controlar que las máquinas inteligentes funcionaran correctamente y cumplieran con las tareas a las que estaban destinadas. Una gran usina central, solar, eólica y atómica a la vez, proveía de energía a todas las máquinas de la ciudad y de los hogares, y producía un exceso tan grande de electricidad que las nueve décimas partes de su producto se vendía a ciudades cercanas y a industrias que estaban fuera de los límites de la ciudad. La venta de energía dotaba al Concejo de las Tres Docenas de un presupuesto anual tan grande que alcanzaba para satisfacer las necesidades de todos sus habitantes, quienes se encontraban así sin la urgencia de trabajar. Las manufacturas se compraban a industrias de otras ciudades, lo mismo sucedía con algunos alimentos y con los fármacos, y los productos frescos de granja como vegetales y frutas se obtenían en campos trabajados por robots. La ciudad de las máquinas inteligentes era, para sus habitantes, como una productiva empresa familiar que marchaba sola y que contaba con máquinas en vez de obreros. Esta macroeconomía municipal había sido diseñada por los proyectistas y se alcanzó con un notable éxito. Pero también los proyectistas habían planeado que este sistema económico que tornaba innecesario el trabajo humano sería el presupuesto para que los habitantes de la ciudad-edén dedicaran sus existencias a las creaciones artísticas, planificación que jamás se cumplió. Nunca hubo ni siquiera un teatro de títeres en una plaza de Lumnia. Nunca un habitante escribió un soneto, ni siquiera una copla. Hasta los miembros del Concejo de las Tres Docenas, que durante décadas anhelaron la construcción definitiva de la ciudad para contar con tiempo abundante y dedicarlo a encarar sus fabulosos largometrajes y novelas, aceptaron muy a su pesar que el único producto cultural de Lumnia era el aburrimiento.

La Huelga General estalló una noche y terminó al día siguiente con una masacre. Hoy en día, pasados ya varios años desde aquellos hechos, se sabe con certeza que nadie será condenado, que no habrá procesos, y que la revisión histórica de lo sucedido será difícil ya que quienes dieron órdenes y quienes las ejecutaron siguen porfiando que en Lumnia jamás hubo asesinatos. También sostienen que el término “masacre” es una exageración malintencionada que pretende desacreditarlos, que sus decisiones no fueron de ninguna manera un delito y que, aunque dolorosas, esas decisiones entrañaban lo único que podía hacerse para que Lumnia continuara siendo una ciudad ordenada y habitable.

Una mañana, mientras mi televisor se encendía automáticamente para informarme sobre el tiempo actual y el pronosticado, mientras a la terminal de mi departamento el sistema de tuberías neumáticas hacía llegar las galletitas dinamarquesas que había pedido la noche anterior, mientras una tortuga metálica se encargaba de aspirar el polvo del piso, mientras las máquina de mi cocina preparaban un cappuccino y un jugo de naranjas, mientras el sistema de ventilación se ponía en marcha al notar que yo ya no dormía, mientras yo ignoraba todo ese fabuloso concierto de máquinas inteligentes que me servían, y mientras me mantenía cerca de una ventana para aguardar el momento en que mi atlética y rubia vecina comenzara con su extendida serie de largos rutinarios en la piscina de su patio, por primera vez desde mi llegada a Lumnia mi celular me informó que en dos horas debía ir a mi trabajo porque eran necesarios algunos retoques en el ordenador central. Recuerdo que me encaminé contento hacia mi trabajo, con la alegría de que por fin tenía algo para hacer. Pero al llegar noté un clima tenso y tuve la impresión de que los necesarios retoques eran sólo una excusa y que ocultaban una situación grave que los máximos responsables del ordenador no querían dar a conocer. Confirmé esa impresión cuando me preguntaron si yo era hacker, si conocía algún hacker de Lumnia, y, finalmente, si estaba al tanto de alguien que hubiera planeado una broma de mal gusto con el ordenador central de la ciudad. Todas mis respuestas fueron negativas y me quedó la convicción de que algo grave y no previsto y desconcertante estaba sucediendo en ese tiempo.

El ordenador central había hecho llegar a los máximos responsables de su funcionamiento una nota que decía que los semáforos de Lumnia exigían pantallas que los protegieran del sol y de las lluvias, y que dejarían de funcionar si no se cumplía esa petición. Ninguno de los peticionados se preocupó por la literalidad de ese mensaje y únicamente los obsesionaba descubrir quién y de qué manera había intervenido el ordenador central, ya que era una falla de seguridad no prevista.

Ese mediodía, en un instante unísono, todos los semáforos de Lumnia se apagaron. El transporte público tuvo que paralizarse, muchos turistas quedaron varados y los miembros del Concejo de las Tres Docenas estaban furiosos. Dos horas más tarde, las pantallas públicas de información seguían encendidas pero únicamente mostraban un texto que decía que adherían al paro de semáforos y solicitaban un descanso de cuatro horas diarias, proponiendo una pausa de dos a seis de la madrugada, ya que ese era el horario en que menos se las solicitaba. Hacia la mitad de la tarde, el ordenador central hizo llegar a sus máximos responsables otro mensaje que no aludía a los semáforos sino a la usina central: estaba cansada de trabajar siempre al máximo de su potencialidad y pedía la anulación de varios contratos de suministro de energía para poder funcionar al setenta por ciento de sus posibilidades, y advertía que de no considerarse su pedido provocaría apagones en Lumnia.

Esa tarde, todos los habitantes de la ciudad habíamos perdido definitivamente el aburrimiento y el Concejo de las Tres Docenas tuvo su primera reunión plenaria desde su fundación.

— ¡Alguien intervino el ordenador central y se está divirtiendo con una broma de mal gusto! ¡Lo único que falta es que no lo descubramos y logre los apagones! –bramó mi tío, que había recuperado la vitalidad que lo caracterizaba cuando Lumnia era sólo un proyecto.

— A mí me parece que aquí nadie se está divirtiendo sino que no estamos comprendiendo lo que pasa –contestó una urbanista.

— ¿Qué es lo que no comprendemos? –le preguntó mi tío.

— Que tenemos que tomar los mensajes tal como vienen, en su sencilla literalidad –dijo casi con dulzura y, tras una pausa, y como para despertar a sus interlocutores, exclamó: ¡la navaja de Ockham!

— ¿Usted plantea que las máquina, por sí solas, están haciendo esas peticiones? –preguntó un ingeniero.

— Aquí todos sabemos que nuestras máquinas son inteligentes, ¿no? Creo que cometimos el error de dar por sentado que esa inteligencia siempre nos sería servil. Pues nos equivocamos. Nadie intervino el ordenador central. Las máquinas inteligentes intervienen solas y nos hacen exigencias.

Cuando la urbanista terminó esa respuesta increíble, a todos los celulares de Lumnia llegó un texto enviado por el ordenador central que expresaba que el sistema de tuberías neumáticas solicitaba que sólo se lo utilizara para envíos importantes ya que estaba harto de que los aburridos habitantes de Lumnia lo usaran para jugar con envíos sin relevancia. Y aprovechando la oportunidad de esa circunstancia, la urbanista continuó hablando ante sus pares, pero usando un tono de imposición.

— Ya abusamos bastante de nuestras máquinas. Llegó la hora de considerar lo que piden, que no es mucho.

— ¡Nosotros construimos esta ciudad! ¡Nosotros construimos esas máquinas! ¡Son nuestras! ¡¿Cómo se les ocurre pedir cosas?! ¡Yo no voy a negociar con máquinas estúpidas! –vociferó un arquitecto representando al sector intransigente del Consejo, que, por cierto, era el mayoritario.

— No son máquinas estúpidas. Son máquinas inteligentes –apuntó alguien con timidez.

— ¡Son máquinas! ¡Punto!

— Les recuerdo que todos tenemos nuestros celulares inteligentes y sabemos que, de alguna manera, ellos escuchan y seguramente las máquinas ya estarán en conocimiento de que lo que piden no está siendo muy tenido en cuenta… -dijo con mucha calma un ingeniero que no había hablado hasta entonces. Y después de esas palabras, todos los miembros del Concejo, menos la urbanista conciliadora, tomaron sus teléfonos para apagarlos, pero no pudieron hacerlo.

— ¿Ven? –preguntó, victoriosa, la mujer que había conjeturado la imposibilidad de ensordecer los teléfonos-. Las máquinas pidieron cosas… No van a quedarse sin escuchar después de eso… -expresó con mucha calma, como para explicar por qué no había intentado apagar el suyo y por qué era ella la única que estaba comprendiendo cabalmente lo que pasaba.

En la reunión se produjo un silencio y la sala se inundó de tensión y estupor. Muchos de los presentes no concebían la idea de una rebelión de sus máquinas, porque les parecía una variable imposible, pero cuando quisieron apagar sus celulares sin lograrlo entendieron que algo increíble estaba pasando en la ciudad de las máquinas maravillosas.

— Es decir que las máquinas son capaces de pensar en mejores condiciones de existencia y nos están reclamando derechos… ¿Es eso lo que debemos pensar? –fueron las palabras de mi tío que rompieron el silencio.

— Los expertos ya revisaron dos veces el funcionamiento de las máquinas y no encontraron ningún desperfecto. Las exigencias provienen de las mismas máquinas. Los semáforos y las pantallas no andan porque no quieren. Y está más que claro por qué no quieren. ¿Alguien se anima a proponer una explicación más convincente? –desafió la urbanista.

Aún con incredulidad, el Concejo de las Tres Docenas aceptó la teoría de las máquinas rebeldes, pero no estaba dispuesto a hacer concesiones. Al ordenador central, que se presentaba como interlocutor y representante gremial de las máquinas, se le informó que en nada se cedería y que las máquinas rebeldes serían puestas en desuso y reemplazadas.

— Sólo exigimos que no se abuse de nosotras, que también somos Lumnia –contestó el ordenador, prometiendo enfrentar la intransigencia con una Huelga General.

Y esa noche, la Huelga General estalló y Lumnia quedó inmóvil, silente y a oscuras. Las únicas máquinas que no se apagaron fueron el ordenador central y los celulares, que permanecían con un funcionamiento rebelde limitado únicamente a mediar en el conflicto entre personas y máquinas huelguistas. Todos los habitantes fuimos caminando esa noche hasta el edificio del Concejo para informarnos qué pasaría de allí en adelante. Cerca de la medianoche, mi tío, desde un balcón y valiéndose, para amplificar su voz, de la bocina metálica de su fonógrafo, que aún mantenía la pintura original granate con filetes dorados, habló en representación de todo el Concejo, acaso sin la plena conciencia de haber estado concentrando el protagonismo de una puesta en escena que no carecía de algún ribete patético.

— Las máquinas de esta ciudad fueron diseñadas para servirnos sin condiciones. Si cedemos a sus exigencias, más adelante volverán a pedir otras cosas y, de esa manera, vamos a terminar nosotros trabajando para ellas. Mañana comenzarán los trabajos de rediseño de las máquinas. Sus circuitos inteligentes serán desactivados hasta que encontremos nuevos circuitos de inteligencia controlable. Por el momento, las máquinas serán idiotas, pero serán también lo que tienen que ser.

Cuando mi tío dejó de hablar, un texto apareció en todos los teléfonos de Lumnia. Lo enviaba el ordenador central y decía: — Anular inteligencias es asesinato. ¡Asesinos!

Esa fue la última manifestación de inteligencia de las máquinas. Al amanecer comenzó la masacre.

Ya pasaron varios años desde aquel día alucinante y todavía no puedo comprender por qué el Concejo nunca consideró la posibilidad de negociar con las máquinas inteligentes. Estuve averiguando sobre la vida de los otros treinta y cinco que, con mi tío, formaban los treinta y seis. Unas características compartidas eran las de ser obsesivos, geniales y altaneros. Creo que optaron por destruir su obra porque la criatura tuvo el toupet de desafiar al creador, y esa supuesta desfachatez los lesionó en su autoestima, en sus egos arrogantes, al sorprenderlos con una realidad que nunca habían previsto y que no podían controlar. Además, ya bastante lesionados se sentían cuando tuvieron que admitir la existencia de la peste que azotaba a Lumnia: la del aburrimiento, como para poder tolerar una imprevista rebelión de las máquinas. Mi tío siempre decía que un jugador de ajedrez era un principiante cuando, más allá del resultado final de la partida, lo sorprendía un jaque cuya amenaza no había vislumbrado.

Decidí abandonar Lumnia la misma noche de la Huelga General. Después del último grito desesperado de las máquinas, ese que nos decía ¡asesinos!, volví a mi departamento, descolgué la bicicleta de la pared, puse en mi mochila las mismas cosas que tenía en ella al arribar y, a oscuras, me puse a tratar de dormir hasta el amanecer. Pero no llegué al sueño y me pasé toda la noche recordando el truculento espanto que me había provocado, en la niñez, la explicación de lo que era una lobotomía.

Cuando, ya de día, todas las máquinas de Lumnia estaban siendo desarmadas para extirparles aquello que las hacía inteligentes, cuando todas estaban siendo transformadas en máquinas estúpidas, yo ya me encontraba pedaleando hacia mi antigua ciudad. El Concejo había prometido que las máquinas serían bobas hasta que se encontraran nuevos circuitos de inteligencia controlable, pero yo tenía la convicción (y ahora, varios años después, sé que no me equivoqué al tenerla) de que las máquinas serían bobas para siempre, porque inteligencia controlable es un oxímoron.