7.10.06

Informe sobre monstruos.

Todos sabemos que en el mundo estamos nosotros y los monstruos. De la existencia de estos seres, generalmente grandes, huraños, agresivos, feos… nos anotician todos los grupos humanos que a su turno fueron habitando las distintas épocas y los diversos lugares del planeta. A continuación, este informe narrará sobre tres monstruos que fueron aniquilados:

•GRENDEL: en el siglo V, el rey danés Hrothgar vivía en su fortaleza ubicada en la isla de Seeland (Zelandia), al este de Dinamarca. En los pantanos de la zona tenía su guarida un poderoso y monstruoso demonio que odiaba, como a ninguna otra cosa, el regocijo y la felicidad ajenos. Sin tener noticia de su espantoso vecino ni de las causas de sus enojos, Hrothgar amplió su fuerte construyendo un nuevo salón para sus festines.

Comenzaron a sucederse noches de música y baile, haciendo que la ira de Grendel fuera incontenible. Y una noche, después que el cansancio aconsejara el final de la fiesta, el monstruo entró en el salón, hallando un montón de personas que dormían en el suelo. Tomó por la fuerza a treinta de ellas y las llevó a su morada para devorarlas. Al resultarle sabrosa la carne humana, invadió otra vez el salón la noche siguiente para después hacerlos todas las noches, hasta que quedaron muy pocas personas vivas junto al rey y ya no hubo más fiestas en el nuevo salón.

Pero llegó un día en que el gran guerrero Beowulf pidió hablar con Hrothgar y se jactó de que podía matar a Grendel. Entonces el salón volvió a abrigar una estruendosa fiesta, celebrada para atraer al monstruo. A su llegada, el héroe guerrero lo enfrentó y lucharon despiadadamente. Cuando Beowulf consiguió arrancarle un brazo, su gigantesco adversario huyó, fatalmente herido, para encontrarse con la muerte en los pantanos.

•GUSANO DE LAMBTON: un domingo, el joven John Lambton, heredero del Castillo Lambton, decidió cambiar su obligación de oír misa por una incursión de pesca al río Wear. Como si de una advertencia se tratase, pescó un horripilante gusano que, sin acobardarse por su escasa longitud, lo atacaba como si quisiese comérselo. John apartaba al gusano con patadas y logró liberarse de él al hacerlo caer en un profundo pozo que encontró en las cercanías.

Con prontitud olvidó el incidente; y compromisos con la nobleza hicieron que tuviera que vivir siete años en la corte de un rey extranjero. Cuando Lambton regresó a su castillo, la primer noticia que recibió de sus vasallos fue: “de un pozo cercano al río Wear ha salido un gigantesco gusano que durante el día duerme bajo las aguas, pero en las noches repta por la tierra asolando los campos y matando gente y ganado, siendo su mejor método asesino el enroscarse alrededor de su víctima y apretarlo hasta no permitirle respirar”. También le informaron que algunos habían intentado matarlo cortándolo con espadas y hachas, pero los pedazos del monstruo volvían a unirse muy rápidamente.

Decidido a terminar con la amenaza del gusano, John ordenó a sus herreros la construcción de una armadura de cuerpo completo guarnecida, como un puerco espín, de innumerables hojas de daga con filo de navaja. Esperó un día en que las aguas del Wear se presentaran tumultuosas, y con su flamante armadura y su espada se metió en el río e increpó al monstruo. Cuando este se enroscó para asfixiar a Lambton, los afilados pinchos lo cortaron en infinitas rodajas que la agitada corriente se encargó de separar para siempre.

•SERPIENTE DEL MONONGAHELA: en 1852, los balleneros “Monongahela” y “Rebecca Sims” navegaban juntos por el Pacífico, más o menos cerca del paralelo del Ecuador y no muy lejos de las costas americanas. Un vigía anunció la aparición de una ballena a proa, y el Capitán Seabury hizo bajar tres botes con los arponeros encargados de capturarla. Cuando los marineros estaban a poca distancia de su presa, comprobaron que se trataba de algo mucho más fiero y bravío que una ballena. La extraña criatura fue muerta e izada a bordo del Monongahela. Como el enorme tamaño dificultaba el transporte, el capitán decidió conservar en salmuera sólo su cabeza. La extraordinaria captura decidió a los balleneros a regresar a New Bedford, lugar de donde habían partido. Pero el Monongahela jamás llegó a ningún puerto y nunca se encontraron los restos ni los motivos de su naufragio. Ya en tierra firme, el capitán del Rebecca Sims describió al monstruo como “una serpiente de color marrón grisáceo de, por lo menos, cincuenta metros de largo, y con una enorme boca en la cual se veían docenas de dientes curvos y afilados”.

Pero también hay monstruos vivos, con quienes podemos enfrentarnos en cualquier momento:

•MONSTRUO DEL LAGO NESS: el lago Ness, situado en las tierras altas (highlands) de Escocia, es uno de los varios de la región que pretenden tener su propio monstruo.

Las primeras referencias escritas sobre la extraña criatura del Ness se encuentran en el diario de San Columba (un misionero inglés que en el año 565 andaba por Escocia), donde consta la presencia del santo en los funerales de un hombre que murió, mientras nadaba, al ser mordido por una colosal bestia del lago.

En 1880, el buzo Duncan Mc Donald se sumergió para explorar un barco hundido. Cuando alcanzó los restos del naufragio hizo llegar, a quienes lo asistían desde la superficie, frenéticas y desesperadas señales para que lo izaran a bordo. Salió de su escafandra temblando de terror; y aseguró haber visto, yaciendo en una roca, un enorme animal con el aspecto de una rana gigantesca.

Desde 1933 hasta hoy, más de tres mil son las personas que dijeron haber visto al monstruo, y se registraron asombrosas coincidencias en sus relatos: un largo cuello, una cabeza pequeña en relación al cuerpo, aletas de dos metros (aproximadamente) con forma de rombo, jorobas poco pronunciadas en su lomo.

A los interesados en fotografiar al monstruo se les indica el lugar que ha demostrado ser el punto de observación más popular: las ruinas del Castillo Urquahart, que está hacia la mitad de la orilla norte del lago.

•GLAISTIG: es una auténtica hembra-vampiro, oriunda de Escocia, que seduce a los hombres con el único propósito de beber su sangre. Tiene la apariencia de una bellísima mujer, hasta la cintura; y esconde sus peludas piernas de cabra con largas polleras que le llegan hasta el suelo. Es malévola y perversa sólo con los hombres jóvenes y adultos. Con los niños y los ancianos se comporta amable y bondadosamente, y tiene la costumbre de guiarlos en los caminos si se encuentran perdidos. Con las mujeres es totalmente indiferente.

•FACHAN: este monstruo es el más horrible habitante de la isla de Irlanda. Tiene una estatura cercana a los cinco metros y siempre va armado con un enorme garrote con púas envenenadas. De su torso se desprenden dos únicas extremidades: una pierna, y un brazo que nace en la mitad del pecho. Al carecer de cuello, su cabeza está unida directamente al tronco, siendo tan ancha como éste. Tiene un solo ojo y una enorme boca de labios muy gruesos. A pesar de sus dos orejas largas y puntiagudas, su capacidad auditiva es poco desarrollada. Todo su cuerpo está cubierto por pelos duros como alambre de acero. Son varios los cazadores del norte de Irlanda que dan testimonio de su existencia.

Y no todos están tan alejados. Hay algunos que viven muy cerca nuestro:

•LUCUMARÍ: en la localidad de Palpalá, distante unos treinta o cuarenta kilómetros al sudeste de San Salvador de Jujuy, se encuentra la Mina 9 de Octubre. Hace más de medio siglo, Fabricaciones Militares construyó un barrio en la cima de un cerro, destinado a los trabajadores del hierro. Y lo hicieron con cine, restaurante, cancha de tenis y pileta. Hoy está todo abandonado y el lugar se transformó en un auténtico pueblo fantasma. Quien visite esta deshabitada población corre el riesgo de enfrentarse con el Lucumarí, que es el ermitaño que se postula al título de mejor Yeti Argentino.

•CUARAJHY-YARA: es un demonio guaraní y su nombre se traduce literalmente como “dueño del Sol”. También es llamado Pyragüé, por la tonalidad rojiza de sus cabellos. Se lo representa como un hombre alto, de pelo colorado y cuyos pies, cubiertos de plumas, hacen pasos silenciosos. Tiene la virtud de poder transformarse en ave.

•CURUPÍ: enano correntino cobrizo y robusto capaz de estrangular al hombre más fuerte con sus manos poderosas, pero con el cuerpo constituido por una sola pieza sin articulaciones, y con los pies dirigidos hacia atrás. Es feo y malo y tiene la costumbre de comerse a la gente.

•POMBERO: es un demonio de perversos instintos protector del bosque y de la fauna. Su presencia se reconoce por un silbido estridente que rompe el silencio de los bosques y que horroriza hasta a los más aguerridos cazadores de la Mesopotamia argentina. En algunas regiones se lo conoce bajo el nombre de Caá-porá.

Y también hay monstruos incorpóreos, que para manifestarse ante la gente roban la existencia de una persona, es decir que se apoderan de su cuerpo (deformándolo desagradablemente) y, lo que resulta peor aún, sustituyen su conciencia por otra que le hace comportarse monstruosamente. Este fenómeno puede suceder en cierto lugar de Argentina:

•SIERRA GRANDE: a ciento cuarenta kilómetros de Puerto Madryn hay unas minas que fueron abandonadas hace más de una década y que se transformaron en una atracción turística cuando uno de los trabajadores decidió quedarse para explotarlas comercialmente con el lema “Viaje al Centro de la Tierra”. Esa misma persona es quien va conduciendo al grupo de carritos que se meten hasta cien metros bajo tierra. Hay partes del recorrido que se hacen a pie, y quienes lo hagan no deberán mirar jamás las piernas de quien va delante suyo, porque si tiene patas de gallo, quiere decir que es el Diablo y que no saldrán nunca más de ese pozo.

Para terminar con el limitado catálogo de casos particulares, este informe advertirá sobre las singularidades y propiedades de un popularísimo personaje argentino que va alterando sus apariencias de buen ciudadano y mejor monstruo:

•LOBISÓN: es el séptimo hijo varón de un matrimonio que no haya tenido hijas mujeres. Todos los viernes, a medianoche, se transforma en lobo y sale a destrozar cosas y a matar gente y animales. Ante el nacimiento de un candidato a Lobisón, existe un procedimiento para quebrar el maleficio: durante el bautismo, el niño debe estar en brazos de su hermano mayor y debe nombrárselo “Benito”.

La séptima hija mujer de un matrimonio que no haya tenido hijos varones nace bruja y no se conoce conjuro alguno para alterar ese destino.

Hay casos similares a los mencionados. Se hará referencia a ellos con la sola finalidad de reconocer mejor a un Lobisón, ya que los siguientes seres no son precisamente monstruos:

•Si el séptimo hijo varón, sin hermanas mujeres, tiene una cruz marcada en el paladar, no será Lobisón sino “Saludador”. Tendrá la extraordinaria facultad de curar enfermedades y de hacer amainar tormentas.

•Hombresón: si una perra tiene siete cachorritos, y ninguno de ellos nace hembrita, el séptimo, todos los viernes a la medianoche, se transformará en hombre.

Es de destacar que a medida que la Historia transcurría, los monstruos fueron cambiando sus hábitats. Los antiguos griegos eran excelentes marinos y exploraron las tierras europeas, asiáticas y africanas cercanas al Mediterráneo. Sus testimonios aseguraban que más allá de las regiones por ellos conocidas, en esas zonas inexploradas, moraban monstruos. Mucho tiempo más adelante, cuando llegaron a conocerse todos los territorios del planeta gracias a más desarrollados medios de transporte y a la navegación con brújula, los monstruos decidieron vivir en las profundidades marinas. Hoy en día, que más o menos sabemos qué cosas hay bajo las aguas, los monstruos son seres de otro planeta que se proponen invadirnos o, más terroríficos todavía, son entidades inmateriales tan temibles como ogros y dragones: la inestabilidad de los precios o el fenómeno de la delincuencia.

Pero hay algo que permaneció inalterable: la constante determinación del hombre a mantener alejado de sí al monstruo y, si molesta, el propósito de asesinarlo. Deportación o exterminio: esta disyuntiva sentenció el futuro de todos los monstruos que se le presentaron a la Humanidad.

Antes de que los hombres comprendieran las causas de los desastres naturales, se creía que inundaciones y terremotos eran provocados por monstruos. En Oriente Medio se achacaban las tormentas de arena a un genio maligno de humo. Y, como puede pronosticarse, los métodos inventados para prevenirlos eran siempre ineficientes y muchas veces ridículos: los esquimales esgrimían cuchillos contra la aurora boreal, para disiparla; los chinos quemaban plumas de ave y bailaban a los sones de un gong para que las aguas del mar se serenaran y así los barcos pudieran zarpar. La mentalidad científica del hombre moderno no innovó mucho al respecto: actualmente ejercitamos nuestros puños para exterminar al monstruo de la delincuencia con mano dura.

“La emoción más antigua y más intensa de la Humanidad es el miedo, y el más antiguo y más intenso de los miedos es el miedo a lo desconocido” decía, acertadísimo, Howard Phillips Lovecraft, un maestro contemporáneo de la literatura de horror, amante de los helados y de los paseos nocturnos por los cementerios. Este informe tiene propósitos preventivos. Los monstruos existen y tenemos que protegernos de ellos. Podemos exterminarlos o comprarnos una coraza, pero mucho mejor nos irá si le quitamos a los monstruos todo lo que tengan de monstruoso, es decir: si los domesticamos y les permitimos vivir con nosotros. Y para lograr esto último el mejor método será perder el miedo y tener el propósito de conocerlos. Porque en el mundo no estamos nosotros y los monstruos. En el mundo no estamos “nosotros” y “los otros”. En el mundo estamos todos.



1.9.06

Micro Relato

Encantamientos Subsecuentes

Hace dos años recibí un mensaje de una mujer que aún no puedo identificar. "Ya no te quiero más", decía.


18.6.06

Bix Beiderbecke. Apuntes biográficos del primer héroe blanco del Jazz.


En los albores del Siglo XX nacía lo que más tarde sería llamado “Jazz”. Acunada por músicos marginales y de nulos o escasos conocimientos técnicos, y condenada por una élite intelectual obsesionada en vituperarla, crecía la nueva música en los barrios bajos de los Estados Unidos de Norteamérica, despreciada por la población burguesa y saludada por el entusiasmo de algunos jóvenes que eran considerados locos.

Para reflejar el bajo concepto que sobre el incipiente arte nuevo se tenía, será suficiente transcribir un fragmento del “Times Picayune” de 1918: “¿Qué es, al fin y al cabo, la música del jazz y el jazzband? El jazz fue una manifestación de carácter degradante, propia sólo del gusto de una raza todavía no redimida por la civilización. Podríamos ir más lejos todavía y afirmar que la música de jazz constituye una historia indecente, a pesar de las síncopas y de los contrapuntos. En sus comienzos sólo se la gustaba vergonzosamente a puertas cerradas, como todos los vicios; luego se popularizó hasta ganar los barrios decentes, en los que únicamente se la toleró por su aspecto burlesco. En materia de jazz, Nueva Orleáns debe tener un particular interés, desde el momento que se afirma que nació aquí este vicio musical, cuyo origen se encuentra en los más turbios rincones de los barrios populares. Nosotros nos negamos a reconocer esa paternidad y no queremos el favor de esas charlatanerías; al contrario, deseamos ser los últimos en aceptar semejante salvajismo en medio de una sociedad adecuada. ¡Dondequiera que brote el jazz, nos haremos un deber cívico en suprimirlo!”

En 1923, una banda llamada “Original Dixieland Jazzband” es contratada por un pequeño café de Nueva York (el “Balconades”), donde se reúnen aficionados al jazz. Cada tarde, con toda regularidad, un hombre joven, de cabellos ligeramente grises, entra en el salón y escucha religiosamente. Minutos antes de que el local clausure sus puertas, sube al estrado del piano y toca el “In the Mist”. Es Bix Beiderbecke, el primer gran músico blanco de jazz; el joven trompetista, muerto a los veintiocho años, que inspiraría a toda la escuela blanca de jazz; el genial intérprete que comenzó a conquistar multitudes después de su muerte; el artista que no vivió para ver el momento en que el jazz se impone triunfante, a pesar de las adversidades creadas por sus detractores, y obtiene carta de ciudadanía por parte de aquellos que se proponían aplastarlo.

León Bismarck Bix Beiderbecke nació a la orilla del río Mississippi, en Davenport, Iowa. Su juventud transcurrió en la época en que los barcos de placer, que subían desde Nueva Orleáns, contaban con orquestas de negros y blancos que fomentaban una especie de revolución artística en la tradición circunspecta de esa pequeña ciudad del Middle West. Era un joven bohemio que vagabundeaba por los muelles, y al anochecer soñaba con reunirse con aquellos que adivinaba encandilados por un arte inédito, mientras escuchaba en un fonógrafo unos discos de la Original Dixieland que había conseguido su hermano. Davenport era uno de los centros más conmovidos por la nueva música y Bix no tardó en integrarse en diferentes bandas. Sus padres quisieron cortar por lo sano y lo enviaron a una academia militar, donde permaneció algunos meses sin consagrarse a otra cosa que a la música y al deporte. Más tarde abandonó todo estudio serio, organizó una orquesta de jazz, y pasaba todas las noches tocando en bailes particulares.

La época en que Bix está en Nueva York y asiste al café Balconades a escuchar a la Original Dixieland es más o menos la época en que comienza a beber gin ilegal. Toca en varias agrupaciones sin lograr estabilizarse en alguna. En esos tiempos surge una formación a la que se integran todos sus amigos, y que con posterioridad también él forma parte: es la gran orquesta de Paul Whiteman, quien lo recibió con la ternura que un padre puede sentir por su hijo desgraciado. Bix se debatía entre los dos polos contradictorios de la necesidad de crear y la necesidad de ganarse la vida. Para olvidar esta lucha se entregaba a la bebida, frecuentando los bares hasta muy entrada la mañana, consumido junto con las imágenes que poblaban sus sueños melancólicos.

A menudo le asaltaba el recuerdo de aquella que había amado en Davenport y que acababa de casarse. Ya hacía mucho tiempo que entre la sumisión doméstica que el amor le imponía y el jazz, había elegido el jazz. Otras veces, el recuerdo de una rubia oxigenada que le había dicho unas cálidas palabras, una tarde, en el “Greystone Ballroom”, en Detroit, y que luego abandonó todo para seguirlo unos días, torturaba sus pensamientos. ¿Qué habría sido de ella? De pronto sentía impulsos de salir inmediatamente para Cincinnati, donde esperaba encontrarla. Pero después hundía su amargura en la bebida o trataba de olvidar creando algunas frases límpidas y profundas en su trompeta.

Más adelante ya Bix se hallaba tan extenuado y tan enfermo que debió abandonar la orquesta. Trató de ser prudente y de no dejarse arrastrar. Tomaba entonces violentas resoluciones que abandonaba al día siguiente. Un día decidió tocar en la orquesta “Casa Loma” y manifestó una gran satisfacción cuando lo aceptaron. Sus amigos decidieron conducirlo en auto hasta el lugar para que no dejara de asistir. Pero, al pasar frente a un bar, apresado por los fantasmas del alcohol, se arrojó del coche y buscó refugio en la inconciencia.

De vez en cuando volvía a aparecer en la orquesta de Paul Whiteman; después, descansaba por cortos períodos. Ya no era más que la sombra de sí mismo.

Había firmado un contrato para tocar en una velada en Princenton, cuando, justamente el día que debía realizarse, fue atacado por una gripe aguda. Era en agosto de 1931. Bix vaciló, interrogó al médico, trató de hacerse reemplazar, pero se le hizo saber que si él en persona no asistía a la fiesta, toda la orquesta sería rechazada. Hizo un esfuerzo y asistió, pero apenas si pudo tocar…

Y el pobre Bix, que alentaba siempre en sus sueños la esperanza de regresar a Davenport para descansar, volvió a su ciudad, pero no como él lo esperaba. Una noche, un compañero de la banda, le comunicó a su hermano que Bix estaba gravemente enfermo. El hermano y la madre salieron en el primer tren y arribaron a los tres días a Nueva York, donde se enteraron que Bix acababa de morir.

Robert Goffin, en su libro “Historia del Jazz” (ediciones Cenit, Bs. As., 1958), fuente de esta crónica, concluye su breve pero exhaustivamente detallada biografía sobre Bix con tres párrafos que vale la pena transcribir:

“Yo he recorrido la simpática ciudad de Davenport, a la orilla del Mississippi, y he visto en el cementerio, situado en lo alto de una colina llena de grandes árboles umbríos, las tumbas de los Beiderbecke. Sobre la lápida de nuestro héroe hay esta inscripción: León Bix Beiderbecke, nacido el 10 de marzo de 1903, muerto el 6 de agosto de 1931.

“En la Gran Avenida, frente al número 1934, pude contemplar la coqueta casita en la que Bix pasó su infancia y fue deslumbrado por los primeros discos de jazz que su hermano había conseguido. Después he vuelto a pasar frente a la compañía mortuoria Hill et Frederiks, que condujo de vuelta, concluido su azaroso viaje al país del jazz, a aquel que ya había entrado en la leyenda. También fui a entrevistar a la muchacha que él había amado, Vera, actualmente casada con uno de sus amigos, y la cual, bella y simple, transfigurada todavía por el resplandor con que Bix iluminó su vida, me relató los detalles de una juventud dedicada por entero a un arte ingrato. Me refirió asimismo el último encuentro con Bix, cuando poco antes de su muerte estuvo un corto tiempo en Davenport y fue a visitarla. Se mostraba melancólico y se quejaba largamente de la imposible vida que llevaba. Le confesó que había esperado conseguir, siendo fiel a la fórmula de la improvisación, todo lo que la música sincopada puede dar a un hombre. Pero había fracasado y estaba fatigado. Se sentía lleno de amarguras. Antes de partir, con un suspiro en la voz, murmuró que quizá, después de todo, hubiera valido más ser un simple marido sometido a las necesidades cotidianas de los objetivos familiares.

“Al poco tiempo, la orquesta de Paul Whiteman tocó con la silla vacía que había ocupado Bix: un dios genial había abandonado sus apariencias terrestres. Pero sólo mucho más tarde, fue cuando un grupo de músicos tuvo la iniciativa de emprender un religioso peregrinaje hasta las orillas del Mississippi. A su llegada, sólo el rechinar de las sierras mecánicas se escuchaba en el alba. Se dirigieron al cementerio, de donde salía lentamente una dama enlutada. ¡Era la madre de Bix! Entonces, sin darse a conocer, fueron a inclinarse ante la tumba del primer gran muerto de la nueva música americana. Ascendía el sol detrás de los montes de pinos y la brisa del amanecer jugaba entre las tumbas, pero nadie pronunciaba una sola palabra. Y de pronto, esos hombres apesadumbrados no pudieron menos que hablar en el único lenguaje que el desaparecido podía entender: desenfundaron sus instrumentos y, en sordina, tocaron fervorosamente el In the Mist.


17.6.06

Presentación de San Rocco, ciudad felina.

Presentación del número especial sobre la ciudad de San Rocco, serie historietas a editarse por Sacapunta Comics, Rosario, Argentina.

El carácter gregario del ser humano hizo que siempre viviera en grupo. En algún momento de la nebulosa prehistoria, la cultura humana sojuzgó a la naturaleza humana (si es que esta última alguna vez existió), y en los grupos humanos comenzó a perfilarse aquello que los distinguiría de todas las demás especies vivientes: La Civilización. Entonces aparecieron.

Nueva York, París, Londres y Nápoles son aristocráticas, un especie de primus inter pares. Roma, Bagdad, El Cairo, Alejandría y Atenas exhiben, orgullosas, su abolengo. De Biblos, Sidón, Tiro, Ur, Babilonia y Lagash queda poco más que el recuerdo de sus gloriosas existencias. Edimburgo, Paraná, Río de Janeiro y Bonn son reinas destronadas. Jerusalén, La Meca y El Vaticano son embajadas de la Divinidad en la Tierra. Florencia, Victoria, Virginia y Rosario tienen la belleza de sus nombres de mujer. Damasco, Cesárea y Portland prestaron sus nombres a otras entidades, que terminaron más afamadas que ellas mismas. La proteica Estambul fue también Constantinopla y Bizancio. Venecia, Brasilia y Las Vegas nos demuestran el talento humano; y de otras capacidades también humanas dan cuenta Guernica, Hiroshima y Chernobil.

Además de reales, también las hay fantásticas, como Ciudad Gótica, Camelot y Lionesse. Estas ciudades invisibles son tan fundamentales como las visibles, porque si Atenas nos enseñó a dialogar y Roma nos enseñó a legislar y a gobernar, Camelot nos enseñó qué cosa es el heroísmo, que quizá sea la única cualidad humana forjada por Occidente.

El hombre surgió en un mundo sin ciudades. De a poco, las inventó, las construyó, y las llenó de Arte, Religión, Filosofía y Ciencia: las cuatro disciplinas que, probablemente, abarquen y comprendan cualquier manifestación cultural. Después pasó a depender de ellas y ya no pudo vivir en un mundo sin ciudades, reales o fantásticas, visibles o invisibles.

Muchas veces, un hombre nos habló de muchas ciudades: Howard Lovecraft nos hizo conocer a Ib: la ciudad traída de la Luna, por gente que no era humana, mucho antes de que el primer hombre habitara la Tierra. Y también nos habló de Sarnath: la ciudad maldita, y de Thraa, de Ilarnek, de Kadatheron, de una ciudad sin nombre, de Innsmouth: la que guardaba un terrible y horrible secreto, y de Y´ha-nthlei: la ciudad submarina, la de mil columnas, la de los seres mostruosos. Ítalo Calvino nos cuenta cómo Kublai Kan, emperador de los tártaros, se enteró, por boca de Marco Polo, de la existencia de Octavia: ciudad telaraña, ciudad colgante con casas con forma de bolsa, y de Zobeida: la ciudad trampa, fundada por hombres de diversas naciones que tuvieron un mismo sueño: soñaron que perseguían a una muchacha desnuda, y de Cloe: la gran ciudad cuyos hombres y mujeres no se conocían, pero imaginaban acariciarse y hasta morderse, y de Argia: ciudad con tierra en vez de aire, y de Perinzia, cuyos fundadores quisieron reflejar la armonía del Cielo e imitar la sabiduría de la Naturaleza, y luego fue conocida como "la ciudad de los monstruos".

En las páginas que siguen, muchos hombres nos hablarán de una sola ciudad: San Rocco: la ciudad felina, la ciudad leona, la ciudad tigresa: una ciudad llena de gatos y sin pájaros. Bienvenidos a ella.


Murallas.

Los habitantes del castillo dicen que fue durante la madrugada, mientras ella paseaba en las terrazas mirando las estrellas y sabiendo que él vendría. Y que él llegó, desde el lóbrego firmamento sin luna, envuelto en túnicas oscuras, montando un negrísimo caballo alado, y la raptó. También cuentan que, a pesar de lo extraordinario del fenómeno, los guardias reaccionaron con prontitud, y que algunos virotes de ballesta alcanzaron a la bestia en sus ancas; pero que no sangró, sino que sólo desprendió estelas de humo que se disiparon en la noche. Aseguran que el fantástico animal los condujo hasta una pequeña isla del mar de la China, y que, desde entonces, allí viven hasta hoy como campesinos, cada día más dependientes del otro, cada día más enamorados.

Ella es la hija del médico del Señor del castillo más inviolable de la región. El es el hijo mayor del Señor de otro castillo, y por lo tanto caballero y heredero de un feudo. Se conocieron en un torneo, en el cual él triplicó su valentía y agresividad a partir de que ella atara su pañuelo en su yelmo. El tres veces más aguerrido, sin desearlo, provocó la muerte del heredero del Castillo Inviolable en una justa. Esto significó el final del torneo, la enemistad de los bandos competidores y la consolidación de un amor doblemente desaprobado. De un lado decían que él era el enemigo, y del otro, que ella era poco noble para él.

El profundo enamoramiento era evidente y el padre de ella, conocedor de que no hay consejo que cambie las determinaciones de una enamorada, la encerró bajo llave en una habitación, para que el propósito de fuga que le vislumbraba se debilitara hasta extinguirse. “El amor que muy pronto se manifiesta, muy pronto desaparece”, pensaba. Otras veces se preguntaba "¿por qué lo había matado...?". ¿Por qué el Destino había permitido esa muerte no querida por nadie? ¿Por qué una fatalidad había transformado al mejor pretendiente de su hija en el enemigo de su gente? Lo sedujo la idea de escapar con su hija para entregarla en matrimonio. Pero esa decisión aparejaba riesgos demasiado intolerables: la escasa nobleza hacía improbable la unión; y además, seguramente, él sería considerado un traidor y sabía que habría caballeros que jurarían, ante su señor y los cuatro evangelios, ajusticiar esa traición con la muerte.

Después de dormir mal un par de noches, decidió dejar las cosas como estaban. Su vida en el castillo no era la mejor, pero estaba muy lejos de ser la peor. Su hija no se desposaría con ningún heredero, pero sí con alguien más cercano a la corte que a los trabajos serviles.

El heredero enamorado buscó la aprobación de su matrimonio, pero no la obtuvo. Propuso viajar al Inviolable para suplicarle perdón al Señor ofendido. Su padre le respondió que las gentes de ese castillo estaban furiosas y que por muchos años serían inviables las conversaciones de paz. Y como siempre tenía presente la formación de su sucesor, le aconsejó que jamás suplicara, porque las súplicas son síntoma de debilidad; y que de su parte sólo las merecía el Todopoderoso cuando él vislumbrara el fin de sus días, en batalla o en su lecho de muerte. Entonces propuso atacar al Inviolable y raptar a la muchacha. Pero los ministros de la corte, casi mofándose de su ingenuidad, le recomendaron detenerse a pensar en las razones por las cuales ese castillo era conocido como El Inviolable.

A pesar de la intransigencia de todos, el furibundo deseo de estar con su amada le hizo emprender un plan aconsejado solamente por su desesperación. Faltaba poco para que el sol tiñera de oro el horizonte sin nubes, y la noche se anunciaba cálida. Buscó entre sus corceles al más rápido y, sin armadura, para cansar menos al animal, salió solo de su castillo, sin que nadie lo advirtiera, y cabalgó frenéticamente hacia el Inviolable. Muy pronto lo atrapó la inmensa oscuridad de una noche sin luna, y a través de ella viajó, sabiendo que llegaría mucho antes del amanecer.

El Inviolable es deseado por muchos Señores poseedores de gloriosos ejércitos. Pero nunca nadie ha osado atacarlo. Su dueño sigue sosteniendo que es la fama, producto de su nombre, aquello que lo hace el más seguro. Por otro lado, es lo único que lo diferencia de los demás. Es así que no hay empresa que merezca tanta dedicación como la de mantener las creencias derivadas de tan acertado nombre. Difundir que un extraño ingresó sin ser visto por ningún guardia, que rompió el candado que lo separaba de su amada, y que un par de enamorados escaparon del castillo sin que nadie lo impidiera, significa decirle al mundo que el Inviolable es vulnerable.

Así sucedió todo en realidad. El entró caminando, y caminando se escaparon los dos. No muy lejos del lugar, liberados de sus antiguas obligaciones, deben estar viviendo los amantes, ocultos y felices. Pero hizo falta inventar un relato fantástico para mantener inmune al castillo. Estamos en una época en que hasta la literatura está al servicio de la seguridad.

Los juglares están desparramando esta historia de amor por todos los confines. Cada vez que la recitan o cantan le agregan un nuevo elemento asombroso. Los pretendientes del Inviolable dejaron de pensar en sitios y ordinarias estrategias de asalto. Y, asesorados por sus sabios en poliorcética, han enviado caravanas a los más alejados reinos de Levante. En esos contingentes van muchos de sus mejores caballeros, para custodiar los cofres repletos de oro y piedras preciosas. Van religiosos que conocen lenguas extranjeras, en calidad de traductores. Y también van los más hábiles negociantes, que llevan la misión de cambiar los tesoros que acarrean por el mayor número posible de caballos alados.


Esferas.

Alah, el Misericordioso, ha creado siete esferas concéntricas para alojar en ellas siete infiernos. La primera esfera recibió el nombre de Yahannam y contiene seis infiernos aún peores. Allí, en el más superficial de los abismos infernales, los condenados pasan la mayor parte del tiempo durmiendo y soñando vivencias placenteras. Pero, regularmente, un ejército de demonios despierta a los durmientes para atormentarlos. Los más culpables reciben golpes, quemaduras y latigazos. Los menos culpables no reciben ningún castigo físico, pero ven sus sueños interrumpidos por los gritos de los otros y de esa manera conocen con certeza estar viviendo en un infierno. La segunda esfera recibió el nombre de Laza y contiene cinco infiernos aún peores. En Laza, todos los condenados son azotados permanentemente, salvo en los cortos períodos en que los demonios se retiran para descansar. Durante el descanso de los verdugos, los dolores cesan y los réprobos son sumergidos en profundos sueños sin sueños. La tercera esfera recibió el nombre de Yahim y contiene cuatro infiernos aún peores. La única diferencia entre Laza y Yahim consiste en que en este último los infortunados nunca duermen, porque cesados los castigos advienen los sufrimientos de las secuelas. La cuarta esfera recibió el nombre de Sa´ir y contiene tres infiernos aún peores. Los sentenciados a esta esfera reciben castigos continuamente. La cantidad de demonios es tres veces mayor que la de los otros infiernos ya nombrados, para que los ejércitos de castigadores puedan turnarse en la tarea de infligir golpes, quemaduras y heridas cortantes, y, también, para que la presencia de los verdugos sea tan continua como la de las penas. La quinta esfera recibió el nombre de Sakar y contiene dos infiernos aún peores. La particularidad más notoria de esta quinta esfera es la crueldad de sus demonios, quienes gozan castigando a los sufrientes, que sólo son objeto de sus perversos y brutales entretenimientos. La sexta esfera recibió el nombre de Hatamah y contiene un infierno aún peor. En el penúltimo abismo no hay diablos antropomorfos (y tampoco los hay en el último). Allí, el réprobo está destinado a vagar por un lugar semejante a un desierto y a encontrarse con la persona que más amó en la Tierra y que nunca supo que la amó o que, sabiéndolo, lo rechazó. Ahora ella sabe o ella acepta, y quiere vivir a su lado. Pero jamás podrán tocarse, abrazarse o besarse, y muy escasamente podrán mirarse o hablarse, porque ríos de sangre hirviente, avalanchas de nieve, tormentas de arena y huracanes de fuego los separarán constantemente. La séptima esfera recibió el nombre de Hauiyah y no hay en ella, ni fuera de ella, peor infierno. El núcleo de las esferas infernales tiene todos los inconvenientes de una selva: ausencia de caminos, animales feroces, vegetación exuberante y espinosa, insectos agresivos de gran tamaño, frutas, serpientes y arañas venenosas, clima húmedo y caluroso, terreno irregular con ciénagas y hormigueros tan grandes que pueden sepultar en ellos a quien los pise. En ese lugar tan inconfortable, quien ha sido condenado con la mayor rigurosidad no está solo. Lo acompañan los que lo hicieron, o hubieran hecho, más feliz en la Tierra: la persona amada, los parientes y amigos más queridos, los profesores venerados, los artistas admirados, los científicos respetados. Es por eso que el réprobo que ingresa al peor de los infiernos pronto olvida los peligros de la selva y se siente inmensamente feliz, aunque por muy poco tiempo, porque pronto descubre que ellos, sus compañeros, ya no son lo que eran en la Tierra. Han cambiado sus gustos y preocupaciones. Se han vuelto mezquinos, torpes, idiotas. Y la compañía de ellos es tan inevitable como el recuerdo de lo que fueron y la comparación con lo que son.

NOTA SOBRE HATAMAH Y HAUIYAH: Puede suceder que la o las personas que necesariamente acompañan al réprobo en estos infiernos no hayan sido condenadas aún, o estén viviendo en la Tierra, o se encuentren en cualquier otra esfera. En estos casos, Alah fabrica copias exactas de las personas necesitadas y las pone a disposición de los funcionarios de la Administración General de Infiernos, para que el castigo sea posible.

También Alah ha creado una octava esfera que recibió el nombre de Edén. En ella no existen funcionarios ni jerarquías ni lugares peores o mejores. Hay dos formas de alcanzarla: directamente, por haber ejercido la rectitud en todas las conductas terrenas, o indirectamente, después de haber estado en algún infierno el tiempo que Alah considere como suficiente. Pero Edén es una esfera creada para el bienestar de su creador y sus ángeles. Las personas que la alcanzan no tardan en manifestar que no se encuentran a gusto. Entonces Alah les ofrece la posibilidad de volver a la Tierra cruzando un río en cuyas aguas quedarán todos sus recuerdos, toda su experiencia y toda su sabiduría. Hasta hoy, todos han aceptado esa oferta, salvo los recién llegados.


Conjeturas.

El 25 de junio pasado fue un día de trabajo como cualquier otro, hasta que ciertos sucesos lo hicieron inolvidable para mí. ¡Cómo me gustaría olvidarme de ese día! Pasadas las once de la noche me dieron un papelito que indicaba dónde tenía que llevar mi último envío de la jornada: dos paquetes, livianos pero amplios, voluminosos, forrados con papel dorado y atados con una gruesa cinta roja. Entre cientos de esos papelitos es ése el único que aún recuerdo, lamentablemente. Decía “Valeria de Valmy” y debajo de ese nombre estaba escrita una dirección de pleno centro de la ciudad.

“¡Qué nombre tan sinfónico!” fue lo primero que pensé al leerlo. Y reconocí la caligrafía redonda y adornada de La Negra (una de las dos personas que organizan las entregas), que se esmera siempre en escribir los nombres y apellidos con su correcta ortografía. Inquietud muy opuesta a la de Quique (el otro), quien resume los nombres a su letra inicial (cosa que a mí siempre me molestó porque me hace ignorar el sexo de los destinatarios) y escribe los apellidos ejerciendo una discreción ortográfica que muchas veces es jocosa; porque, después de todo, como argumenta él “…lo que importa é la direción.”

Como un recurso para distraerme tengo la costumbre de imaginar cómo serán las mujeres que recibirán mis envíos. Y me gusta luego contrastarlas con mis imaginaciones para confirmar que debo mantener este trabajo, porque como adivino me moriría de hambre.

Valeria de Valmy, Valeria de Valmy… me repetía mientras transitaba por la noche fría de una babilonia dormida. Valeria de Valmy, Valeria de Valmy… y la imaginaba joven, rubia, espigada y hermosa. Es asombroso lo poco que dice de una persona eso que la individualiza en el mundo: su nombre. Apenas el sexo… y a veces ni eso. Sin embargo yo conjeturaba que vivía sola y que era estudiante. Y también que sus estudios versaban sobre una disciplina extraña, muy alejados de las clásicas carreras universitarias en Derecho, Medicina o Arquitectura. Mis conjeturas sobre las destinatarias siempre derivan en ilusiones y muchas veces en verdaderos delirios, que ya no me extrañan, de tan frecuentes que son. En el terreno de éstos últimos me sentía cuando imaginaba a Valeria de Valmy como una criatura intelectual, misteriosa y solitaria, aunque con toda la apariencia de una modelo de pasarela.

Sobre el final de mi itinerario había comenzado un replanteo acerca de mis presunciones sobre la persona que pronto vería: la preposición “de” muy probablemente correspondía a una mujer casada; y las jóvenes mujeres casadas de hoy en día no acostumbran adosar a sus nombres los apellidos de sus maridos… Pero la conciencia sobre la cercanía de mi destino interrumpió ese replanteo (y el carácter trunco del replanteo hizo permanecer incólume la representación que ya tenía in mente). Estaba en la calle Rioja al quince. Allí la vi:

Ruinosa pero imponente. Como esos octogenarios generales del Ejército que, aun vestidos con sus trajes de gala pletóricos de coloridas distinciones, no pueden ocultar su decadente anatomía, pero cuyos ojos, como proyectores cinematográficos, parecen lanzar haces de luz que atestiguan un heroico pasado de gloriosas batallas. Así, vencida, pero ostentando el orgullo que queda tras la aristocrática dignidad corrompida por el tiempo (ese rival inexpugnable contra quien nadie ha ganado nunca), apareció ante mí la arruinada casona de Rioja 1560.

Con el convencimiento de que la casa estaba abandonada y que mi viaje había respondido a la voluntad de esas tan abundantes personas imbéciles que se entretienen mandando envíos a ninguna parte, y como para agotar las instancias que pudieran revertir mágicamente una realidad, golpeé con el puño cerrado a la puerta de madera y a una de las persianas metálicas de esa fachada desolada, con un poco de toda la furia que me hubiera gustado descargar en la cara del idiota que me había hecho llegar hasta allí, e insultando sin pronunciar las palabras que me hubiera gustado decirle a quien me había mandado allí, en el caso de que hubiera sido una mujer.

Con bronca acumulada, y sin desmontar la moto, bajé con ella a la calle para regresar los paquetes al lugar de dónde los había traído. Pero un fuerte ruido me hizo mirar otra vez hacia la casa y mi furia se desvaneció cuando vi que una adolescente, extraordinariamente similar a quien yo venía imaginando, había respondido a mis llamados.

-¿Usted es Valeria de Valmy? -pregunté deseando que la respuesta fuera afirmativa.

-Sí, soy yo, acertaste -respondió con una sonrisa casi infantil.

-Son muchas cosas… Llame a alguien que la ayude. A su marido, novio, hermano, padre o esclavo -dije en tono de broma, pero inquisitoriamente.

-Si vos no me ayudás voy a tener que arreglármelas sola. Estoy sola en la casa -me contestó. Y después de un silencio y un gesto mío que le hizo entender que no tendría que arreglárselas sola, agregó, como leyendo la pregunta que tenía ganas de hacerle: -Y de Valmy es mi apellido, no el de un marido. Además soy soltera.

-¿Soltera con apuro o sin apuro? -pregunté arrepintiéndome inmediatamente de haber hecho una pregunta tan estúpida.

Ella no respondió, pero me dirigió una sonrisa de ésas que, en alguien que nos atrae, nos hace pensar que la esperanza de una reciprocidad en la atracción no es un anhelo descabellado.

La planta baja de la casa era un lugar indudablemente deshabitado, húmedo, oscuro y con el olor característico de los ambientes grandes y abandonados que no han recibido, en años, ventilación ni claridad solar. Una luz mortecina que venía del primer piso iluminaba apenas los peldaños de una larga y recta escalera que a él conducía. Valeria comenzó a subir esa escalera y yo la seguí detrás. Cuando mis pasos se acostumbraron a la regularidad de los escalones, me dediqué a observar su figura, que la escasa iluminación me la presentaba como esas sombras que se proyectan en una tensa y traslúcida cortina blanca. Y entonces me deleitaron sus hombros horizontales, su espalda triangular, sus delgadas y largas extremidades, sus caderas rotundas, su cintura de caligráfico número ocho… E imaginé que esa misma exacta sombra hubiera visto si ella hubiese estado desnuda.

Al llegar al primer piso entramos en una gran sala que de ninguna manera contrastaba con el aspecto general de la casa. El ambiente era grande, rectangular, oscuro y frío. El piso tenía trozos de vidrios rotos, insectos muertos y ese polvillo que se desprende de un cielo raso de yeso abandonado junto con pedazos de mampostería. Todas las puertas que conducían a otras habitaciones estaban cerradas. La escalera desembocaba en un ancho vano sin puertas ubicado en el extremo de una de las largas paredes laterales de la sala. En el otro extremo del rectángulo, ocupando casi todo el ancho de la pared, estaba el gran ventanal que conducía al balcón más grande de los cuatro que daban a calle Rioja. A pesar de sus vidrios rotos y sucios testificaba su adecuación a un ambiente principal destinado, antaño, a reuniones de una familia ilustre y a banquetes de aristócratas. La iluminación de la calle apenas podía manifestar la existencia de ese ventanal majestuoso, impidiéndose de alguna manera el ingreso de la luz, como si el interior de la sala fuese un gran objeto negro y opaco que sepultara en su oscura superficie toda la gama de ondas luminosas. Visto de lejos, aquel ventanal no parecía algo concreto, sino más bien su vaporoso fantasma. Desde el interior era imposible ver el balcón: un amplio cartel que ofrecía la casa en alquiler lo ocultaba con su sombra. Debajo de otra escalera por la cual se accedía al segundo piso de la casa había un grupo de muebles desvencijados, polvorientos y arrumbados. Los únicos objetos que quebraban la sensación de absoluto abandono del lugar eran una blanca mesa de plástico (cuya naturaleza destinada a patios, balcones o terrazas manifestaba la precariedad de su existencia en ese lugar), tres sillas de caño metálico y cuerina, y una lámpara de pie que, cercana a la mesa y a las sillas, arrojaba sobre ellas una furiosa luz que, sin embargo, era impotente para alumbrar toda la sala. El techo estaba tan oculto como el balcón, y tuve la impresión de que ningún aparato de iluminación pendía de él.

Después de dejar los paquetes que acarreaba encima de la mesa de plástico, descubrí otro mueble que también parecía no estar abandonado ni olvidado. Me encaminé hacia él, ignorando por completo que estaba yendo hacia algo que me asombraría violentamente, repentinamente, que me asustaría, que obraría como introducción a un mundo oculto y desconocido que, misteriosamente, compartía espacio y tiempo con el mundo yermo de la sala:

Vi, sobre un bargueño arrinconado y solo, un gran libro cerrado que me llamó la atención por su esmerada encuadernación. Sobre la tapa roja de cuero curtido, atiborrada de arabescos metálicos, con un poco de dificultad, pude leer la única palabra que en ella había: Necronomicon. Con un mal disimulado asombro con el cual pretendía ocultar mi sorpresa, le dije a Valeria, que estaba inmóvil observándome:

-Yo creía que este libro era un invento de Lovecraft…

Ella respondió, solemne:

-Ese libro lo escribió Abdul Alhazred.

Con toda la intención de hacer notar que conocía ese libro, a pesar de haber demostrado que nunca lo había leído, exclamé:

-¡El poeta árabe demente!

Y Valeria, haciéndose la ofendida, y en tono de reconvención, dijo muy quedamente:

-Nosotros le decimos “El Maestro”.

Escuchar ese “nosotros” me sorprendió mucho más que leer “Necronomicon”. ¿No me había dicho que vivía sola? ¿Qué quería hacerme entender con ese misterioso “nosotros”? ¿Qué clase de gente podía reconocer autoridad en un libro como el Necronomicon?

Asumiendo la estupidez de mi pregunta, pero reconociendo que sería eficaz para que ella se explicara un poco más, pregunté:

-¿No me dijiste que vivías sola?

Y la escuché decir:

-Te dije que estaba sola. En esta casa, ahora. Mi residencia aquí es poco frecuente, aunque no extraordinaria. Vengo de vez en cuando a pasar unos días, pocos. ¿Viste el cartel de la inmobiliaria? Espero que nadie quiera alquilarla… Me gusta venir acá. Me hace bien.

Su respuesta me llenó de confusión. De pronto sentí como que ella me había arrastrado, sin que me diera cuenta, hacia un juego macabro o hacia el escenario de una patética cámara oculta. ¿Por qué sus respuestas siempre me dejaban más incógnitas? ¿Sería un atroz juego enfermizo y deliberado? ¿Sabía alguien que ella estaba allí? ¿La casa era de ella, era prestada, o entraba ella aprovechándose de la desolación del lugar?

La atmósfera, el clima, el ambiente… esa sensación de bienestar o malestar metafísico… esa entidad inmaterial y etérea que nos hace sentir agrado o desagrado al estar en alguna parte… eso que algunos papanatas afirman que es uno quien lo construye en el lugar, quien lo hace, quien lo pone… eso que ahora no sé cómo llamar pero que evidentemente existe, había mutado, de manera vertiginosa o súbita, hacia una forma tenebrosa. Valeria, esa sutil adolescente que al sonreírme por primera vez me había mostrado reminiscencias de niña, esa jovencita que me pareció que había comenzado a flirtear cuando insistió en tutearme después de que yo la tratara de “usted” y al decirme que estaba sola en la casa y que era soltera, esa mujer cuya sombra me había revelado su menuda pero sinuosa orografía, se me había transformado incontinenti en una entidad diabólica, psicótica o emparentada con las brujas.

Por primera vez me aterroricé, y adelanté que me iría:

-Bueno… Me voy… -dije iniciando mi mutis.

Al sentir su silencio la miré y vi que con ojos furiosos y con ese semblante que adoptan los fantásticos seres monstruosos que no tienen que actuar para lograr lo que se proponen, sentenciaba:

-Nunca te irás de esta casa.

Sus palabras acrecentaron mi miedo y aceleraron mis pasos. Bajé la escalera, corrí hacia la puerta de entrada, respiré aliviado al ver que pude abrirla sin dificultad, atravesé el vano para ganar la calle y pensé:

-¡Flor de loca!

Con un caos en la cabeza, mecánicamente, puse en marcha la moto y cuando bajé a la calle escuché el estridente ruido de una frenada. Mis ojos se orientaron hacia el lugar de donde parecía provenir ese ruido y una luz me provocó una brillante ceguera. Allí se abrió un paréntesis de inconciencia y oscuridad que ahora se impone en este relato, y que se cerró cuando desperté en un lugar desconocido y escuché la voz de Quique que me decía:

-¡Que tortazo, loco! Cuando veá lo que quedó de tu moto no va a podé creé que hayá zafado… En el laburo ya te pusimo “El Gato”, por eso de la siete vida, ¿viste? Eso sí: a vo te quedan sei no má.

Traté de ordenar mis pensamientos para ubicarme en la nueva situación que se me presentara tan repentinamente. Vi que Quique se levantaba de una sillita para oprimir un botón que estaba en la pared, sobre la mesita de luz. Quise sentarme en la cama, pero un fuerte dolor en un brazo me hizo desistir. La presencia de un hombre con toda la apariencia de un médico interrumpió mis cavilaciones. Parado a los pies de mi cama, con una carpetita bajo su brazo, se presentó:

-Buen día. Soy el doctor Alderete. Anoche usted sufrió un accidente de tránsito. ¿Sabe dónde está?

-En el Clemente Álvarez, me imagino… -respondí.

-¿Quién le dijo que está en el Clemente Álvarez?

-Nadie. ¿No es éste el Hospital de Emergencias?

-¡Bien! -exclamó. Su lucidez es asombrosa. Son casi las ocho de la mañana. Tiene el brazo izquierdo quebrado, escoriaciones en el hombro derecho y un golpe en la cabeza, sin fractura, que fue lo más preocupante -decía mientras miraba la carpetita. La sacó muy barata. ¿Recuerda cómo fue el choque?

-No.

-Lo chocó un colectivo 139 y quedó inconsciente sobre el pavimento. Entró al hospital a las once horas y cincuenta y dos minutos de ayer. Trate de no dormirse, pero descanse, relájese. Si siente modorra o mareos, no se alarme. Si quiere ir al baño, llame a alguien de enfermería, no vaya solo. Al mediodía me voy dar una vuelta, y si todo anda bien, con un poco de suerte, a la tarde ya va a estar en su casa.

Desapareció casi con la misma rapidez con que hubo aparecido. Giré mi cabeza para encontrarlo a Quique y le pregunté:

-¿Vos estuviste en el lugar del accidente?

-Sí. Llegué cuando te estaban subiendo a la ambulancia.

-¿Valeria de Valmy salió a ver el accidente?

-¿Quién?

-Valeria de Valmy. La chica que recibió el envío.

-Tu envío tenía destinatario inesistente. La casa de Rioja 1560 está vacía.

-¡No está vacía! Yo dejé en esa casa los paquetes. Los recibió Valeria de Valmy. Después, al salir, me chocó el colectivo.

Quique me observaba incrédulo y silencioso. Entonces, para argumentar en mi favor, le pregunté:

-¿Encontraron los paquetes tirados en la calle?

-No. Pero eran paquete muy vistoso. Seguro que te lo afanaron.

-¡No me los robaron! ¡Los dejé en esa casa! ¡Los recibió Valeria de Valmy!

-Bueno… Mirá… Yo llamé a la casa varia vece, pa ver si vo habia entregado lo paquete, y no salió nadie. Un tipo que salió del sanatorio que hay enfrente me dijo que esa casa hace año que está abandonada.

-Sí. Claro que está abandonada. ¡Qué descubrimiento! Pero era la dirección correcta para llevar el envío y la destinataria recibió los paquetes.

-Bueno, ché… No te enloquezcás. El seguro lo va a pagá si alguien reclama.

Cuando me disponía a explicar que mi preocupación no era el destino de los paquetes me di cuenta que, de emprenderla, la explicación hubiera tenido que ser larga y detallada, y consideré que no valía la pena hacerla porque, después de todo, el dato que yo necesitaba (si Valeria había o no salido a la calle preocupada por el accidente) ya lo había obtenido.

A las siete de la tarde llegué a mi casa. Me habían comunicado que tenía dos días de franco en el trabajo. Después trabajaría en las oficinas y volvería a la moto cuando me sacaran el yeso. Mi primera actividad doméstica fue consultar la guía telefónica: no hay nadie con el apellido de Valmy. Tampoco hay ningún Valmy, ni Balmy, ni de Balmy, ni de Balmi, ni Balmi. Entonces, comenzando por la letra A, me propuse encontrar la dirección Rioja 1560. Antes de llegar a la letra D cerré la guía y la arrojé contra una pared. Ya estaba obsesionado.

Antes de medianoche me fui a la cama, con toda la intención de no levantarme sino al estar hartado de dormir. Pero no tuve un sueño placentero: me desperté antes del amanecer, transpirado y sobresaltado, después de soñar con la sala de la casona ruinosa y con una Valeria ahora transformada definitivamente en una entidad sobrenatural, que levitaba, mutaba los rasgos de su cara, y hablaba en un idioma extraño, tal vez porque recitaba palabras de Abdul Alhazred directamente del árabe. Sentado sobre la cama y decidido a levantarme, recordé las últimas palabras de Valeria (“Nunca te irás de esta casa”) y me invadió una incomoda sensación de temor y asombro.

Me duché rápidamente y, con la luz que anuncia al amanecer, me encontré golpeando nuevamente a la puerta de madera y a las persianas metálicas de la calle Rioja número 1560. Nadie respondió a mis llamados. Esperé más de una hora, insistiendo con mis llamados cada cinco minutos (intervalos que medía precisamente con mi reloj). Pero igualmente nadie respondió a mis llamados.

Cuando la Pizzería Argentina abrió sus puertas corrí para ubicarme en una mesa sobre la puerta vidriada de la ochava, único lugar desde donde podía vigilar la casa. Mi apurada carrera no tuvo sentido: fui el primer cliente en llegar al lugar y por mucho tiempo también fui el único cliente. Pedí un café negro doble cargado y dos medialunas. Y mientras acechaba la casona tuve la convicción de sentirme como se sentía Fernando Vidal Olmos (el autor de un extraño “Informe sobre Ciegos”) mientras, desde un café, vigilaba la casa de un ciego, también para develar un recóndito secreto que apenas vislumbraba. Pobre Fernando… no tuvo un buen final… su investigación quedó inconclusa y creo que murió en un incendio, o se suicidó a lo bonzo, o algo parecido.

A las once abandoné la pizzería y volví a las tres de la tarde. Tuve suerte en poder ubicarme en el mismo lugar que había ocupado durante la mañana. Estuve cinco horas mirando hacia la casa: nadie había entrado ni salido, tampoco nadie había llamado a su puerta, y ni siquiera una persona se había detenido a verla o a leer el cartel de la inmobiliaria.

En la noche volví a soñar con la sala en ruinas y con Valeria monstruosa. Al despertar estaba más alarmado que el día anterior.

Ahora voy a cambiar los tiempos verbales de este relato. Escribiré en presente, porque me es más cómodo para darle fin a esta especie de Introducción a mis investigaciones. Hoy es mi segundo día de franco, mi último día de franco. Ya casi es de noche y estoy en la Pizzería Argentina desde la mañana. La casa estuvo hoy tan ignorada como ayer. Mientras la vigilaba traté de ordenar lo que experimenté antes de mi accidente, y elaboré dos hipótesis:

a) Nunca entré a la casa. Al abandonarla me chocó el colectivo y a partir de ese momento soñé todo. El ruido que creí que había hecho la puerta al abrirse fue el del choque. El ruido de la frenada y la luz blanca que me encandiló al salir fueron partes de un sueño que ya había comenzado.

b) Todo sucedió como narré al comenzar este informe. Dicen que usamos una pequeña parte de nuestro cerebro. Yo también creo que conocemos una pequeña parte de todos los fenómenos que suceden en el Universo. Quienes se proponen desarrollar las habilidades que provienen de esa parte atrofiada de nuestro cerebro, como los parapsicólogos y los expertos en telekinesis, terminan locos o medicados con drogas que los neutralizan. Creo que lo mismo pasa con quienes quieren descubrir las cosas ocultas de Universo, como la existencia de brujas, fantasmas, procedimientos mágicos o platos voladores de civilizaciones extraterrestres. Los finales trágicos que padecen esos investigadores no son algo natural o algo que se producen ellos mismos, sino que esos finales son provocados por una poderosa y oculta Secta de personas que ya dominan esos territorios y no quieren que sus conocimientos (y, sobre todo, los poderes que se derivan de esos conocimientos) se divulguen. Y como últimamente lo sobrenatural tiene mucha difusión a través de cursos de aprendizaje, revistas especializadas, y hasta canales de cable dedicados veinticuatro horas por día a esos temas, la mencionada Secta ha redoblado sus ataques neutralizadores. Ataques neutralizadores que se encaran por dos vías: una directa y otra indirecta. La vía indirecta es llevada a cabo por la Secta a través de campañas de propaganda y de una malintencionada “concientización” cuyo propósito es teñir de inverosímiles y ridículas a las investigaciones, y de charlatanes, curreros o dementes a los investigadores. Esta forma de actuación requiere una actividad constante e ininterrumpida sobre grupos humanos o quizá sobre poblaciones enteras de países. La vía directa es más temible y es usada por la Secta sobre individuos en particular en cuyas conciencias ha fracasado la vía indirecta. Estos individuos están condenados: a la internación y aislamiento, a la neutralización con drogas, o, sin más, a la muerte. Fernando Vidal Olmos fue una de las victimas de la Secta. Él refería a la “Secta de los Ciegos”, pero yo creo que la Secta está formada por todo tipo de gente, no únicamente por ciegos. Por eso la llamo simplemente Secta.

Muy probablemente la Secta tenga una tercera vía de actuación que combina elementos de las otras dos: la persuasión o disuasión de la indirecta con la agresividad y puntualidad de la directa, aunque sin llegar a los extremos de aniquilación o neutralización. Tal vez yo haya sido objeto de esta tercera vía, llevada a cabo por la Secta mediante la actuación de Valeria, que puede ser una enviada o integrante de la misma. Y creo que decidieron disuadirme por dos motivos:

1) Siempre tuve la tendencia a imaginar que en el mundo hay muchas más cosas que las que conocemos. Es decir: soy un investigador de lo oculto en potencia.

2) La Secta está muy a la defensiva por la razón que ya mencioné: la gran difusión de lo sobrenatural. Eso ha exacerbado sus mecanismos de autoprotección y la hace actuar ante cualquier situación que considere peligrosa para sus intereses, por pequeña o insignificante que sea o parezca.

Pasé casi toda la tarde pensando en estas dos hipótesis. En un principio ambas me parecieron convincentes, pero ahora estoy comenzando a descartar la primera, porque indudablemente ésa es la hipótesis que la Secta quiere que yo crea.

Tengo mucho miedo. He entrado en terrenos peligrosos. La Secta ya me conoce y ya sabe que, respecto de mí, fracasada que fue la vía indirecta y la probable tercera vía, sólo cuenta con la herramienta de la vía directa. Voy a continuar mi investigación porque no puedo hacer otra cosa: estoy en un lugar del cual ya no puedo salir. Me voy a cuidar mucho y estaré siempre alerta. Si mis precauciones no son suficientes y esta batalla es ganada por la Secta, espero que esta narración dé testimonio de los motivos de mi muerte o de mi locura.


Cosas Raras.

Hace un tiempo un amigo me dijo cuándo sucedieron, pero ya no recuerdo con exactitud la fecha de los extraños sucesos. Fue durante una de mis visitas. Estábamos en su casa, charlando sobre temas condenados al olvido, y de pronto (he olvidado los antecedentes de la conversación que encaminaron la charla hasta el tema que me ocupa) mi interlocutor abandonó ese carácter para asumir el de narrador. Con un tono circunspecto, ese amigo tan poco interesado en la literatura y los mitos, comenzó su crónica:

“…el viejo que cuida el campo conoce bien la historia, y algún día podemos charlar con él. En ese campo hay unas caballerizas abandonadas y ruinosas. Las dejaron de usar porque comenzaron a suceder cosas raras. Te estoy hablando de muchos años atrás. Esas cosas raras todavía pasan hoy, únicamente por las noches. Es por eso que desde el atardecer hasta el amanecer nadie se acerca al lugar.”

Interrumpí bruscamente su relato, motivado por un arranque de lógica y cientificismo (y también, quizá, por un no reconocido desprecio por los mitos populares locales), y solicité a mi amigo que me explicara en qué consistían esas “cosas raras”.

Contestó inmediatamente: —“El Diablo”. Esa exposición tan corta, tan retrucada y tan poco explícita, ahora, en este momento, me llena de escalofrío, y por el momento es el recuerdo más vivo y presente de aquella conversación. Después de unos segundos de compartido silencio, retomó su relato:

“Unos jóvenes del Ejército de Salvación se enteraron de esta historia sobre las caballerizas y pidieron permiso a los dueños del campo para pasar una noche en ellas. Cuando comenzaron las advertencias, ellos dijeron que ya sabían qué se decía de ellas, pero que no podía ser verdadero. Argumentaron que las falsas noticias no son buenas, y que ellos se proponían contrarrestar esa falsedad que se estaba desparramando por todos lados.

“Entonces fueron, en varios vehículos. Era un grupo numeroso de chicas y muchachos. Llegaron por la tarde, muy temprano, y se instalaron en las caballerizas. Tenían viandas, leña para hacer fuego, naipes, libros, radiograbadores, bolsas de dormir, linternas y faroles. Todo fue un pic-nic hasta que se fue el Sol. A partir de ese momento, y muy de a poco, comenzaron a pasar cosas raras. Las atribuyeron a sus propios miedos, a esos temores que la razón y la fe no logran disipar, pero que pertenecen a la esfera intelectual de cada uno y que nada tienen que ver con el mundo físico exterior. También pensaron que esas pequeñas e indomables sospechas sobre la existencia de lo sobrenatural (falsas sospechas al fin, para ellos) estaban potenciadas por la soledad y el silencio de la noche.

“Pero las cosas raras iban ´in crescendo´ y mucho antes de la medianoche la mayoría de ellos estaba aterrorizada y decidida a abandonar el lugar. Dos muchachos quisieron quedarse y pidieron que les dejaran un vehículo para volver a la ciudad el próximo mediodía. Quedaron solos y no volvieron a la hora prometida. Durante la tarde, los que abandonaron el lugar fueron a buscarlos. Los hallaron dentro de las caballerizas, tirados en el suelo, completamente alienados. Era de día, y lo único sobrenatural que mostraba ese ruinoso y pacífico lugar era la ausencia de dos conciencias. Los muchachos hablaban con palabras desarticuladas e incomprensibles. Nada de los sucedido pudo reconstruirse a través de sus testimonios. Están internados en el Llanura (el asilo local), pero hablar con ellos es inútil, la comunicación es imposible. Son testigos que hablan un lenguaje cifrado e indescifrable. Los otros, los que volvieron antes de la medianoche, dicen que su carácter de religiosos pertenecientes al Ejército de Salvación les impide hacer cualquier tipo de comentarios sobre lo que conocieron en las caballerizas.”

Allí terminó el relato y yo no hice preguntas ni comentarios sobre él. Esto desorientó un poco a mi amigo, quien había muy bien advertido mi total atención y concentración en sus palabras. Quiero ahora explicar la razón de mi silencio después de tanto interés: la historia me sorprendió por su originalidad y por su capacidad para atraparme, pero los sucesos me fueron contados como verídicos. Yo, desde el principio, no los creí. Por eso interrumpí a mi amigo, al comienzo, con un prurito negador de lo extraordinario. Pero después lo narrado se convirtió en algo tan hermoso que, aunque seguí sin creer los hechos hasta el fin, me gustó mucho escucharlos, aunque se tratara de mentiras. Estaba convencido de la credulidad de mi amigo, pero no logró convencerme. Y no querer comenzar una disputa sobre la verosimilitud de lo sucedido en las caballerizas fue otra de las razones de mi silencio. Pero la más importante es la anterior, la de la belleza del relato. Reconozco que hay mentiras bellas y reconozco también que me gusta mucho que las haya. Muchas de esas mentiras no sólo son hermosas, sino que también hace muy bien saberlas y recordarlas. Como ejemplo de estas últimas cito esa que habla sobre unos amantes de la ciudad de Verona.

Al escuchar la historia, inmediatamente advertí que contenía algunos datos a partir de los cuales se podía iniciar una investigación. Tal vez hubiera sido provechoso hablar con el viejo que cuida el campo, o pedir información en el Ejército de Salvación, o visitar el Llanura para corroborar la internación de los dos desafortunados. Seguramente debido a mi incredulidad, a pesar de la fascinación por la forma, no me preocupé por hacer nada de eso. Ahora estoy un poco arrepentido. Repito (ya sin dudarlo): hubiera sido provechoso.

Me he detenido a pensar un poco en la historia y me llama la atención la ausencia de fantasmas, voces o ruidos aparecidos desde la nada, enanos deformados, muertos vivientes o monstruos gigantescos. Todas esas torpezas intelectuales son muy comunes en los mitos populares sobre lo extraordinario. La actitud de los jóvenes del Ejército de Salvación también es interesante. Ellos estaban convencidos de que la historia era falsa y sin embargo, como si no les alcanzaran sus convicciones de religiosos practicantes o racionalistas puros, necesitaron ir a ver que nada extraño sucedía en las caballerizas. Estoy en una disyuntiva: no sé si considerarlos imbéciles o inteligentes por exigirse una experiencia sensible, una evidencia empírica que afirmara las verdades que les dictaban la fe o la razón. Hay un detalle ineludible: eran jóvenes. Entonces, tal vez, aún temiendo que allí estuviese el Diablo, negaron ese temor y decidieron enfrentarlo, sin motivos, sólo porque sí, heroica o tontamente. Quizá esta última sea la explicación más creíble. Esta actitud no es extraña en los jóvenes.

El final es aterrador y cada vez que pienso en él me invade un pandemónium de sentimientos que llega a extasiarme. Ese final potencia el mito y deja incólume la incerteza sobre lo que ocurre en las caballerizas. Indudablemente algo privó de conciencia a los jóvenes, pero es imposible saber qué fue lo que logró eso. Creo que la locura de los muchachos no fue un castigo para ellos, porque no tienen conciencia de la pena. Más bien fue una advertencia del Diablo, para todos los que conocemos el mito, de la capacidad destructora de su extrema maldad. Ahora bien: nada puede asegurarse sobre las caballerizas. Las preguntas que surgen son elementales y pretenden respuestas simples que llenen grandes vacíos de ignorancia. Pero no hay respuestas; el mito sólo permite elaborar conjeturas frágiles y temblorosas.

Ahora cambiaré de tema y daré algunas explicaciones antes de cerrar apresuradamente esta exposición, porque el Sol ya está tocando el horizonte. Hace algunas horas estaba en mi casa, solo, aburrido y angustiado. Y como no tenía nada en particular que me interesara en la ciudad, decidí dar un paseo por los caminos rurales, para ver la parte campestre del mundo. Cada vez que me encuentro abrumado me reconforta conducir por estos parajes. Es un modo que tengo de suspender la melancolía y recomponer el ánimo. La soledad, la rudeza y la inhospitalidad de los caminos de tierra me exigen tal concentración en la conducción y en la orientación para el regreso, que logran hacerme olvidar por un momento las causas de mis tristezas. Y al regresar a la ciudad siento, aunque efímeramente, un extraño placer, parecido a la calidez que siente quien vuelve a ella luego de varios años de ausencia. No son extrañas las conductas excéntricas en las personas angustiadas: Catón, con valerosidad, se arroja sobre su espada; Ismael, calladamente, se mete en el ballenero; yo, cobardemente, conduzco por el campo. Aunque no se den cuenta, casi todas las personas, alguna vez en la vida, tienen sentimientos parecidos a los míos respecto de la campiña.

Siempre que decido volver a la ciudad lo hago desandando los caminos por los que anduve. Pero esta tarde equivoqué el planeado regreso y pronto me di cuenta de que estaba conduciendo por senderos distintos a los que había tomado al internarme en los campos. Y fue de esta manera que, sin proponérmelo, avisté las caballerizas y detuve mi marcha. Están a unos doscientos metros y no hay camino hasta ellas. Inmediatamente recordé lo que me había contado mi amigo y me llené de curiosidad. Pero todavía era de día, aunque no faltaba mucho para el atardecer. Esperando esa hora, he escrito estas líneas. En este momento ya no se ve el Sol y voy a caminar hasta las caballerizas para internarme un rato en ellas. Antes de partir, dejo las hojas que escritas sobre el asiento del conductor del coche. Ruego al Cielo que nadie las encuentre antes que yo.



El Turco.

Desde mi primer día de trabajo en el almacén de la fábrica de herrajes me desagradó el Turco. Yo no sabía que tendría que manipular cajas sucias de polvo y grasa y me fui vestido con un traje de oficina. —¿Cuando vas a un casamiento te ponés un mameluco? Me dijo antes de saludarme, e inmediatamente después de la pregunta conocí su estúpida risa que me atormentaría por tanto días. Sus temas de conversación, sus chistes, su forma de hablar, sus saludos, la estampa de su rostro… todo en él era repugnante. Repentinamente me sentí solo cuando noté que aparecía él como una suerte de líder, natural e incuestionable, para los otros tres imbéciles que trabajaban conmigo en el almacén. Festejaban sus bromas, lo consideraban un amigo, y tomaban sus opiniones sobre fútbol y mujeres como sabias sentencias de un filósofo.

Es una verdadera fortuna ya no estar entre ellos y haber tenido que dejar ese trabajo. Mi vida cambió a partir de mi agresión física al Turco, agresión tal vez desmedida. Quizá sea cierto que nada justifica la violencia. Pero también me parece muy acertado eso que leí en un diario, no sé si escrito por un juez o un psicólogo: “Cuando una persona estalla violentamente, a veces la ira es tanto inevitable como incontenible. Es una reacción ciega a la voluntad del sujeto, y como tal es axiológicamente neutra. Simplemente sucede, como un eclipse o un terremoto.”

Recuerdo la pregunta del Turco por la impresión que me provocó. Creo que fue una insolencia dirigida a hacer reír a los demás, poniéndome en una situación ridícula. Le respondí parcamente que no y comencé a embalar productos comprados por fábricas de muebles, tratando de ensuciarme poco. Tenía decidido no hablar con mis compañeros sino sólo cuando fuera necesario. Pero brotaron las interrogaciones, como si les molestara mi silencio. Me preguntaron dónde había trabajado antes, si era casado, si tenía hijos o novia, dónde vivía, con cuál club de fútbol simpatizaba… Mis respuestas fueron cada vez más cortas y malhumoradas, hasta que ya no hubo a qué responder.

Ahora me doy cuenta de que debí haber renunciado a ese empleo y buscar otro. Pero no quiero pensar en el arrepentimiento. Me hace mal sospechar que en el pasado tuve la oportunidad de un futuro mejor y no la elegí. Prefiero creer que estamos gobernados por un destino, por una desconocida hoja de ruta inmodificable. El arrepentimiento es una entelequia que nos impone el Diablo para mortificarnos. ¿Qué importa qué pude haber hecho aquel día, si la vida transcurre, siempre hacia adelante, por un único sendero? ¿Para qué ramificar el pasado si nunca podremos retroceder hasta la bifurcación?

Los días siguientes fueron consolidando una situación que se me tornaría insoportable. El trabajo no me disgustaba, pero me fastidiaban mis compañeros. Estaban todo el día hablando estupideces, escuchando una pequeña radio a todo volumen, o comentando temas sin importancia con frases sólo ricas en groserías. Todos habían decidido ignorarme (lo cual me reconfortaba), menos uno: el Turco, quien cada dos por tres me dirigía una pregunta malintencionada, o hacía comentarios a los demás, pero indirectamente remitidos a mí, que me obligaban a decir algo o permanecer en ridículo, todo seguido de esa estridente risa que me enfurecía cada vez más. Descubrí que los otros no hablaban porque era el Turco quien los representaba, y los odié tanto como a él, porque sabía con certeza que silenciosamente aprobaban y festejaban cada broma y cada comentario de mal gusto que debía soportar. Las jornadas de trabajo empezaron siendo tediosas, pero mientras se sucedían el sentimiento de tedio se fue transformando en una bronca que crecía rápidamente. Durante mis últimos días de empleado detestaba al Turco hasta en mis horas de descanso, que transcurrían lejos de la fábrica y de mis compañeros.

Hoy todo es diferente. Cuando me levanto me tranquiliza saber que no debo ir al almacén y que el día se presentará como a mí me gusta: solitario y silencioso, con posibilidades casi nulas de que sea distinto de como yo pronostico que será. Mi bienestar sólo se quiebra durante algunas noches en las que no puedo dormir, y en algunas tardes en las que me planteo que más adelante tendré que buscar trabajo y mudarme.

Pocas veces me encontré con mis otros compañeros después de aquél día del ataque al Turco. Sólo me buscaban para reprocharme mi conducta. Pasó mucho tiempo y nunca más los vi. Paradójicamente, quien tendría que ser el más ofendido es quien de vez en cuando viene a verme. Sus visitas son cortas y cada vez más frecuentes. No me pide explicaciones ni parece estar enojado por lo sucedido. Eso sí: no hace nada para ocultar la cicatriz que le dejé en el cuello, pequeña y ubicada en un lugar que la ropa deja descubierto. A veces pienso que nada de sincero tiene su comportamiento. Creo que lo que hace no es más que una teatralización cuyo objetivo es mi remordimiento. El Turco es incapaz de elaborar una venganza tan perfecta, pero puede ser que alguien se la haya recomendado. Yo no deseo sus visitas, pero no puedo evitarlas. Cuando estamos juntos siempre sucede lo mismo: me pregunta cómo estoy y me sonríe como compadeciéndose. Yo le respondo con frialdad, con cortesía y con mucho temor.

Mi último día de trabajo en el almacén fue un calvario. Todos estaban esperando la noche para asistir al asado que haría el Turco en su casa. Cumplía cuarenta años. Estaba eufórico y más insoportable que nunca. Cantaba tangos con letras apócrifas, chabacanas y llenas de palabrotas. Se me acercó y me dio un beso en la mejilla. Me dijo que lo hacía de tan contento que estaba, y luego empezó a reírse con esa risa que me hacía estallar de odio. Me alejé bruscamente y contuve mis ganas de golpearlo. —¡Qué arisco que sos -dijo-. Yo no seré la Claudia Schiffer pero tampoco soy Mandinga… Después de este comentario la risa fue generalizada, y yo no entendía por qué el Turco se había propuesto agredirme tanto.

Con la finalidad de alejarme cambié de tarea. Tomé un destornillador del tablero de herramientas y me puse a desarmar una abrochadora de cajas que no podíamos usar porque estaba trabada. El Turco se acercó para dejarme un pedazo de cartón amorfo en el cual, con caligrafía infantil, había escrito con un lápiz de carpintero la dirección de su casa. Me dijo que fuera a las nueve ó nueve y media, y que llevara nada más que cubiertos. Seguramente quería mi presencia para seguir riéndose de mí. Se lo devolví contestándole que no podía ir, y ya no recuerdo la excusa que impidió toda insistencia. Mirando a los otros, y casi gritando, dijo: —¡Sonamos muchachos! ¡Cómo nos vamos a aburrir sin Miss Simpatía…! Esas palabras confirmaban que me invitaba para seguir ridiculizándome en su casa. Una enorme furia me invadió y me concentré exageradamente en la abrochadora sin decir una palabra, con un gesto inexpresivo en mi rostro. El Turco supo que estaba ofendido y se fue de mi lado.

Media hora más tarde empezaron a tomar mates. Nunca me convidaban porque yo les había advertido que no tomaba mates amargos. El Turco volvió a acercárseme y dejó el cartoncito al lado de la abrochadora. —Si querés podés ir a eso de las doce -dijo-. Va a haber torta y sidra. Después salió del almacén. Yo continué con la abrochadora como si nada hubiese sucedido.

Al rato vuelve a acercarse y deja un mate a mi lado. —¡Un mate dulce, que para amarga está la vida…! Le di una chupada corta y lo dejé. Miré al Turco, que estaba de espalda. Me paré y sin darme cuenta de lo que hacía, ciegamente, le clavé el destornillador. La herramienta entró a cuarenta y cinco grados en el ángulo formado por su cuello y su hombro derecho, penetrando hasta el cabo. El Turco se estremeció, movió su mano izquierda hasta hacerla chocar con el cabo del destornillador, giró bruscamente su cabeza hacia la derecha y se desplomó. No se escuchó otro ruido que el de su cuerpo chocando el piso. Afortunadamente no me miró. Hubiera sido imposible borrar esos ojos de mis recuerdos.

Uno de los otros, no recuerdo quién exactamente, vio toda la escena. —¡¿Qué hacés, tarado?! -gritó-. Yo respondí, con un tono muy sereno, que el mate estaba amargo. Me tomó de los pelos y me arrastró violentamente hasta una mesita cercana, donde estaban un calentador, un paquete de yerba, una pava de aluminio y tres pequeños sobrecitos de papel, uno de ellos abierto. Yo me dejé arrastrar como si no tuviera dominio sobre mi cuerpo. —¡Estaba dulce! Cuando salío fue a la oficina a pedir azúcar. Vos lo notaste amargo porque era el primero con azúcar. ¡Tarado!

No sé que pasó inmediatamente después. No recuerdo médicos ni ambulancias, pero seguramente los hubo. El universo que me rodeaba desapareció y sólo dos voces retumbaban en mi cabeza: Miss Simpatía y Tarado. De los días sucesivos tengo únicamente recuerdos aislados: mis manos esposadas, una abogada de la Defensoría de Pobres y Ausentes, un compañero diciéndole a un juez que el Turco era el único que se esforzaba en integrarme al grupo, policías uniformados, largas esperas en los pasillos de los tribunales…

Varios años pasaron ya desde aquél día en que ataqué al Turco. Ahora mis días son tranquilos. Aún no me explico por qué no dejé de trabajar en el almacén unos días antes de que mi furia estallara. Pero creo que este planteo es inútil porque (ya he dicho esto antes) es imposible cambiar lo que pasó. Lo único que quedó vivo de ese pasado es la presencia del Turco, cuyas visitas, siempre nocturnas y cada vez más frecuentes, temo que me hagan enloquecer antes de que termine mi condena. Aunque últimamente pienso que ese temor es infundado. No falta mucho para mi liberación. Ya casi termina el invierno y unos días antes de que comience el verano estaré viviendo fuera de esta cárcel. Entonces seré yo quien lo visite. Voy a esperar un día soleado y voy a ir a su encuentro muy temprano por la tarde, cuando todas las personas están encerradas en sus casas. Cuando me encuentre frente a él, no sé qué voy a decir ni cómo me comportaré, pero tengo decidido no reprimir mis sentimientos y ser absolutamente sincero. Estoy convencido de que él sabrá apreciar mi espontaneidad y mi sinceridad. También tengo decidido dejar flores sobre la piedra que reza su nombre y la fecha en que lo agredí. Tal vez con eso ya no me moleste más.