17.6.06

Conjeturas.

El 25 de junio pasado fue un día de trabajo como cualquier otro, hasta que ciertos sucesos lo hicieron inolvidable para mí. ¡Cómo me gustaría olvidarme de ese día! Pasadas las once de la noche me dieron un papelito que indicaba dónde tenía que llevar mi último envío de la jornada: dos paquetes, livianos pero amplios, voluminosos, forrados con papel dorado y atados con una gruesa cinta roja. Entre cientos de esos papelitos es ése el único que aún recuerdo, lamentablemente. Decía “Valeria de Valmy” y debajo de ese nombre estaba escrita una dirección de pleno centro de la ciudad.

“¡Qué nombre tan sinfónico!” fue lo primero que pensé al leerlo. Y reconocí la caligrafía redonda y adornada de La Negra (una de las dos personas que organizan las entregas), que se esmera siempre en escribir los nombres y apellidos con su correcta ortografía. Inquietud muy opuesta a la de Quique (el otro), quien resume los nombres a su letra inicial (cosa que a mí siempre me molestó porque me hace ignorar el sexo de los destinatarios) y escribe los apellidos ejerciendo una discreción ortográfica que muchas veces es jocosa; porque, después de todo, como argumenta él “…lo que importa é la direción.”

Como un recurso para distraerme tengo la costumbre de imaginar cómo serán las mujeres que recibirán mis envíos. Y me gusta luego contrastarlas con mis imaginaciones para confirmar que debo mantener este trabajo, porque como adivino me moriría de hambre.

Valeria de Valmy, Valeria de Valmy… me repetía mientras transitaba por la noche fría de una babilonia dormida. Valeria de Valmy, Valeria de Valmy… y la imaginaba joven, rubia, espigada y hermosa. Es asombroso lo poco que dice de una persona eso que la individualiza en el mundo: su nombre. Apenas el sexo… y a veces ni eso. Sin embargo yo conjeturaba que vivía sola y que era estudiante. Y también que sus estudios versaban sobre una disciplina extraña, muy alejados de las clásicas carreras universitarias en Derecho, Medicina o Arquitectura. Mis conjeturas sobre las destinatarias siempre derivan en ilusiones y muchas veces en verdaderos delirios, que ya no me extrañan, de tan frecuentes que son. En el terreno de éstos últimos me sentía cuando imaginaba a Valeria de Valmy como una criatura intelectual, misteriosa y solitaria, aunque con toda la apariencia de una modelo de pasarela.

Sobre el final de mi itinerario había comenzado un replanteo acerca de mis presunciones sobre la persona que pronto vería: la preposición “de” muy probablemente correspondía a una mujer casada; y las jóvenes mujeres casadas de hoy en día no acostumbran adosar a sus nombres los apellidos de sus maridos… Pero la conciencia sobre la cercanía de mi destino interrumpió ese replanteo (y el carácter trunco del replanteo hizo permanecer incólume la representación que ya tenía in mente). Estaba en la calle Rioja al quince. Allí la vi:

Ruinosa pero imponente. Como esos octogenarios generales del Ejército que, aun vestidos con sus trajes de gala pletóricos de coloridas distinciones, no pueden ocultar su decadente anatomía, pero cuyos ojos, como proyectores cinematográficos, parecen lanzar haces de luz que atestiguan un heroico pasado de gloriosas batallas. Así, vencida, pero ostentando el orgullo que queda tras la aristocrática dignidad corrompida por el tiempo (ese rival inexpugnable contra quien nadie ha ganado nunca), apareció ante mí la arruinada casona de Rioja 1560.

Con el convencimiento de que la casa estaba abandonada y que mi viaje había respondido a la voluntad de esas tan abundantes personas imbéciles que se entretienen mandando envíos a ninguna parte, y como para agotar las instancias que pudieran revertir mágicamente una realidad, golpeé con el puño cerrado a la puerta de madera y a una de las persianas metálicas de esa fachada desolada, con un poco de toda la furia que me hubiera gustado descargar en la cara del idiota que me había hecho llegar hasta allí, e insultando sin pronunciar las palabras que me hubiera gustado decirle a quien me había mandado allí, en el caso de que hubiera sido una mujer.

Con bronca acumulada, y sin desmontar la moto, bajé con ella a la calle para regresar los paquetes al lugar de dónde los había traído. Pero un fuerte ruido me hizo mirar otra vez hacia la casa y mi furia se desvaneció cuando vi que una adolescente, extraordinariamente similar a quien yo venía imaginando, había respondido a mis llamados.

-¿Usted es Valeria de Valmy? -pregunté deseando que la respuesta fuera afirmativa.

-Sí, soy yo, acertaste -respondió con una sonrisa casi infantil.

-Son muchas cosas… Llame a alguien que la ayude. A su marido, novio, hermano, padre o esclavo -dije en tono de broma, pero inquisitoriamente.

-Si vos no me ayudás voy a tener que arreglármelas sola. Estoy sola en la casa -me contestó. Y después de un silencio y un gesto mío que le hizo entender que no tendría que arreglárselas sola, agregó, como leyendo la pregunta que tenía ganas de hacerle: -Y de Valmy es mi apellido, no el de un marido. Además soy soltera.

-¿Soltera con apuro o sin apuro? -pregunté arrepintiéndome inmediatamente de haber hecho una pregunta tan estúpida.

Ella no respondió, pero me dirigió una sonrisa de ésas que, en alguien que nos atrae, nos hace pensar que la esperanza de una reciprocidad en la atracción no es un anhelo descabellado.

La planta baja de la casa era un lugar indudablemente deshabitado, húmedo, oscuro y con el olor característico de los ambientes grandes y abandonados que no han recibido, en años, ventilación ni claridad solar. Una luz mortecina que venía del primer piso iluminaba apenas los peldaños de una larga y recta escalera que a él conducía. Valeria comenzó a subir esa escalera y yo la seguí detrás. Cuando mis pasos se acostumbraron a la regularidad de los escalones, me dediqué a observar su figura, que la escasa iluminación me la presentaba como esas sombras que se proyectan en una tensa y traslúcida cortina blanca. Y entonces me deleitaron sus hombros horizontales, su espalda triangular, sus delgadas y largas extremidades, sus caderas rotundas, su cintura de caligráfico número ocho… E imaginé que esa misma exacta sombra hubiera visto si ella hubiese estado desnuda.

Al llegar al primer piso entramos en una gran sala que de ninguna manera contrastaba con el aspecto general de la casa. El ambiente era grande, rectangular, oscuro y frío. El piso tenía trozos de vidrios rotos, insectos muertos y ese polvillo que se desprende de un cielo raso de yeso abandonado junto con pedazos de mampostería. Todas las puertas que conducían a otras habitaciones estaban cerradas. La escalera desembocaba en un ancho vano sin puertas ubicado en el extremo de una de las largas paredes laterales de la sala. En el otro extremo del rectángulo, ocupando casi todo el ancho de la pared, estaba el gran ventanal que conducía al balcón más grande de los cuatro que daban a calle Rioja. A pesar de sus vidrios rotos y sucios testificaba su adecuación a un ambiente principal destinado, antaño, a reuniones de una familia ilustre y a banquetes de aristócratas. La iluminación de la calle apenas podía manifestar la existencia de ese ventanal majestuoso, impidiéndose de alguna manera el ingreso de la luz, como si el interior de la sala fuese un gran objeto negro y opaco que sepultara en su oscura superficie toda la gama de ondas luminosas. Visto de lejos, aquel ventanal no parecía algo concreto, sino más bien su vaporoso fantasma. Desde el interior era imposible ver el balcón: un amplio cartel que ofrecía la casa en alquiler lo ocultaba con su sombra. Debajo de otra escalera por la cual se accedía al segundo piso de la casa había un grupo de muebles desvencijados, polvorientos y arrumbados. Los únicos objetos que quebraban la sensación de absoluto abandono del lugar eran una blanca mesa de plástico (cuya naturaleza destinada a patios, balcones o terrazas manifestaba la precariedad de su existencia en ese lugar), tres sillas de caño metálico y cuerina, y una lámpara de pie que, cercana a la mesa y a las sillas, arrojaba sobre ellas una furiosa luz que, sin embargo, era impotente para alumbrar toda la sala. El techo estaba tan oculto como el balcón, y tuve la impresión de que ningún aparato de iluminación pendía de él.

Después de dejar los paquetes que acarreaba encima de la mesa de plástico, descubrí otro mueble que también parecía no estar abandonado ni olvidado. Me encaminé hacia él, ignorando por completo que estaba yendo hacia algo que me asombraría violentamente, repentinamente, que me asustaría, que obraría como introducción a un mundo oculto y desconocido que, misteriosamente, compartía espacio y tiempo con el mundo yermo de la sala:

Vi, sobre un bargueño arrinconado y solo, un gran libro cerrado que me llamó la atención por su esmerada encuadernación. Sobre la tapa roja de cuero curtido, atiborrada de arabescos metálicos, con un poco de dificultad, pude leer la única palabra que en ella había: Necronomicon. Con un mal disimulado asombro con el cual pretendía ocultar mi sorpresa, le dije a Valeria, que estaba inmóvil observándome:

-Yo creía que este libro era un invento de Lovecraft…

Ella respondió, solemne:

-Ese libro lo escribió Abdul Alhazred.

Con toda la intención de hacer notar que conocía ese libro, a pesar de haber demostrado que nunca lo había leído, exclamé:

-¡El poeta árabe demente!

Y Valeria, haciéndose la ofendida, y en tono de reconvención, dijo muy quedamente:

-Nosotros le decimos “El Maestro”.

Escuchar ese “nosotros” me sorprendió mucho más que leer “Necronomicon”. ¿No me había dicho que vivía sola? ¿Qué quería hacerme entender con ese misterioso “nosotros”? ¿Qué clase de gente podía reconocer autoridad en un libro como el Necronomicon?

Asumiendo la estupidez de mi pregunta, pero reconociendo que sería eficaz para que ella se explicara un poco más, pregunté:

-¿No me dijiste que vivías sola?

Y la escuché decir:

-Te dije que estaba sola. En esta casa, ahora. Mi residencia aquí es poco frecuente, aunque no extraordinaria. Vengo de vez en cuando a pasar unos días, pocos. ¿Viste el cartel de la inmobiliaria? Espero que nadie quiera alquilarla… Me gusta venir acá. Me hace bien.

Su respuesta me llenó de confusión. De pronto sentí como que ella me había arrastrado, sin que me diera cuenta, hacia un juego macabro o hacia el escenario de una patética cámara oculta. ¿Por qué sus respuestas siempre me dejaban más incógnitas? ¿Sería un atroz juego enfermizo y deliberado? ¿Sabía alguien que ella estaba allí? ¿La casa era de ella, era prestada, o entraba ella aprovechándose de la desolación del lugar?

La atmósfera, el clima, el ambiente… esa sensación de bienestar o malestar metafísico… esa entidad inmaterial y etérea que nos hace sentir agrado o desagrado al estar en alguna parte… eso que algunos papanatas afirman que es uno quien lo construye en el lugar, quien lo hace, quien lo pone… eso que ahora no sé cómo llamar pero que evidentemente existe, había mutado, de manera vertiginosa o súbita, hacia una forma tenebrosa. Valeria, esa sutil adolescente que al sonreírme por primera vez me había mostrado reminiscencias de niña, esa jovencita que me pareció que había comenzado a flirtear cuando insistió en tutearme después de que yo la tratara de “usted” y al decirme que estaba sola en la casa y que era soltera, esa mujer cuya sombra me había revelado su menuda pero sinuosa orografía, se me había transformado incontinenti en una entidad diabólica, psicótica o emparentada con las brujas.

Por primera vez me aterroricé, y adelanté que me iría:

-Bueno… Me voy… -dije iniciando mi mutis.

Al sentir su silencio la miré y vi que con ojos furiosos y con ese semblante que adoptan los fantásticos seres monstruosos que no tienen que actuar para lograr lo que se proponen, sentenciaba:

-Nunca te irás de esta casa.

Sus palabras acrecentaron mi miedo y aceleraron mis pasos. Bajé la escalera, corrí hacia la puerta de entrada, respiré aliviado al ver que pude abrirla sin dificultad, atravesé el vano para ganar la calle y pensé:

-¡Flor de loca!

Con un caos en la cabeza, mecánicamente, puse en marcha la moto y cuando bajé a la calle escuché el estridente ruido de una frenada. Mis ojos se orientaron hacia el lugar de donde parecía provenir ese ruido y una luz me provocó una brillante ceguera. Allí se abrió un paréntesis de inconciencia y oscuridad que ahora se impone en este relato, y que se cerró cuando desperté en un lugar desconocido y escuché la voz de Quique que me decía:

-¡Que tortazo, loco! Cuando veá lo que quedó de tu moto no va a podé creé que hayá zafado… En el laburo ya te pusimo “El Gato”, por eso de la siete vida, ¿viste? Eso sí: a vo te quedan sei no má.

Traté de ordenar mis pensamientos para ubicarme en la nueva situación que se me presentara tan repentinamente. Vi que Quique se levantaba de una sillita para oprimir un botón que estaba en la pared, sobre la mesita de luz. Quise sentarme en la cama, pero un fuerte dolor en un brazo me hizo desistir. La presencia de un hombre con toda la apariencia de un médico interrumpió mis cavilaciones. Parado a los pies de mi cama, con una carpetita bajo su brazo, se presentó:

-Buen día. Soy el doctor Alderete. Anoche usted sufrió un accidente de tránsito. ¿Sabe dónde está?

-En el Clemente Álvarez, me imagino… -respondí.

-¿Quién le dijo que está en el Clemente Álvarez?

-Nadie. ¿No es éste el Hospital de Emergencias?

-¡Bien! -exclamó. Su lucidez es asombrosa. Son casi las ocho de la mañana. Tiene el brazo izquierdo quebrado, escoriaciones en el hombro derecho y un golpe en la cabeza, sin fractura, que fue lo más preocupante -decía mientras miraba la carpetita. La sacó muy barata. ¿Recuerda cómo fue el choque?

-No.

-Lo chocó un colectivo 139 y quedó inconsciente sobre el pavimento. Entró al hospital a las once horas y cincuenta y dos minutos de ayer. Trate de no dormirse, pero descanse, relájese. Si siente modorra o mareos, no se alarme. Si quiere ir al baño, llame a alguien de enfermería, no vaya solo. Al mediodía me voy dar una vuelta, y si todo anda bien, con un poco de suerte, a la tarde ya va a estar en su casa.

Desapareció casi con la misma rapidez con que hubo aparecido. Giré mi cabeza para encontrarlo a Quique y le pregunté:

-¿Vos estuviste en el lugar del accidente?

-Sí. Llegué cuando te estaban subiendo a la ambulancia.

-¿Valeria de Valmy salió a ver el accidente?

-¿Quién?

-Valeria de Valmy. La chica que recibió el envío.

-Tu envío tenía destinatario inesistente. La casa de Rioja 1560 está vacía.

-¡No está vacía! Yo dejé en esa casa los paquetes. Los recibió Valeria de Valmy. Después, al salir, me chocó el colectivo.

Quique me observaba incrédulo y silencioso. Entonces, para argumentar en mi favor, le pregunté:

-¿Encontraron los paquetes tirados en la calle?

-No. Pero eran paquete muy vistoso. Seguro que te lo afanaron.

-¡No me los robaron! ¡Los dejé en esa casa! ¡Los recibió Valeria de Valmy!

-Bueno… Mirá… Yo llamé a la casa varia vece, pa ver si vo habia entregado lo paquete, y no salió nadie. Un tipo que salió del sanatorio que hay enfrente me dijo que esa casa hace año que está abandonada.

-Sí. Claro que está abandonada. ¡Qué descubrimiento! Pero era la dirección correcta para llevar el envío y la destinataria recibió los paquetes.

-Bueno, ché… No te enloquezcás. El seguro lo va a pagá si alguien reclama.

Cuando me disponía a explicar que mi preocupación no era el destino de los paquetes me di cuenta que, de emprenderla, la explicación hubiera tenido que ser larga y detallada, y consideré que no valía la pena hacerla porque, después de todo, el dato que yo necesitaba (si Valeria había o no salido a la calle preocupada por el accidente) ya lo había obtenido.

A las siete de la tarde llegué a mi casa. Me habían comunicado que tenía dos días de franco en el trabajo. Después trabajaría en las oficinas y volvería a la moto cuando me sacaran el yeso. Mi primera actividad doméstica fue consultar la guía telefónica: no hay nadie con el apellido de Valmy. Tampoco hay ningún Valmy, ni Balmy, ni de Balmy, ni de Balmi, ni Balmi. Entonces, comenzando por la letra A, me propuse encontrar la dirección Rioja 1560. Antes de llegar a la letra D cerré la guía y la arrojé contra una pared. Ya estaba obsesionado.

Antes de medianoche me fui a la cama, con toda la intención de no levantarme sino al estar hartado de dormir. Pero no tuve un sueño placentero: me desperté antes del amanecer, transpirado y sobresaltado, después de soñar con la sala de la casona ruinosa y con una Valeria ahora transformada definitivamente en una entidad sobrenatural, que levitaba, mutaba los rasgos de su cara, y hablaba en un idioma extraño, tal vez porque recitaba palabras de Abdul Alhazred directamente del árabe. Sentado sobre la cama y decidido a levantarme, recordé las últimas palabras de Valeria (“Nunca te irás de esta casa”) y me invadió una incomoda sensación de temor y asombro.

Me duché rápidamente y, con la luz que anuncia al amanecer, me encontré golpeando nuevamente a la puerta de madera y a las persianas metálicas de la calle Rioja número 1560. Nadie respondió a mis llamados. Esperé más de una hora, insistiendo con mis llamados cada cinco minutos (intervalos que medía precisamente con mi reloj). Pero igualmente nadie respondió a mis llamados.

Cuando la Pizzería Argentina abrió sus puertas corrí para ubicarme en una mesa sobre la puerta vidriada de la ochava, único lugar desde donde podía vigilar la casa. Mi apurada carrera no tuvo sentido: fui el primer cliente en llegar al lugar y por mucho tiempo también fui el único cliente. Pedí un café negro doble cargado y dos medialunas. Y mientras acechaba la casona tuve la convicción de sentirme como se sentía Fernando Vidal Olmos (el autor de un extraño “Informe sobre Ciegos”) mientras, desde un café, vigilaba la casa de un ciego, también para develar un recóndito secreto que apenas vislumbraba. Pobre Fernando… no tuvo un buen final… su investigación quedó inconclusa y creo que murió en un incendio, o se suicidó a lo bonzo, o algo parecido.

A las once abandoné la pizzería y volví a las tres de la tarde. Tuve suerte en poder ubicarme en el mismo lugar que había ocupado durante la mañana. Estuve cinco horas mirando hacia la casa: nadie había entrado ni salido, tampoco nadie había llamado a su puerta, y ni siquiera una persona se había detenido a verla o a leer el cartel de la inmobiliaria.

En la noche volví a soñar con la sala en ruinas y con Valeria monstruosa. Al despertar estaba más alarmado que el día anterior.

Ahora voy a cambiar los tiempos verbales de este relato. Escribiré en presente, porque me es más cómodo para darle fin a esta especie de Introducción a mis investigaciones. Hoy es mi segundo día de franco, mi último día de franco. Ya casi es de noche y estoy en la Pizzería Argentina desde la mañana. La casa estuvo hoy tan ignorada como ayer. Mientras la vigilaba traté de ordenar lo que experimenté antes de mi accidente, y elaboré dos hipótesis:

a) Nunca entré a la casa. Al abandonarla me chocó el colectivo y a partir de ese momento soñé todo. El ruido que creí que había hecho la puerta al abrirse fue el del choque. El ruido de la frenada y la luz blanca que me encandiló al salir fueron partes de un sueño que ya había comenzado.

b) Todo sucedió como narré al comenzar este informe. Dicen que usamos una pequeña parte de nuestro cerebro. Yo también creo que conocemos una pequeña parte de todos los fenómenos que suceden en el Universo. Quienes se proponen desarrollar las habilidades que provienen de esa parte atrofiada de nuestro cerebro, como los parapsicólogos y los expertos en telekinesis, terminan locos o medicados con drogas que los neutralizan. Creo que lo mismo pasa con quienes quieren descubrir las cosas ocultas de Universo, como la existencia de brujas, fantasmas, procedimientos mágicos o platos voladores de civilizaciones extraterrestres. Los finales trágicos que padecen esos investigadores no son algo natural o algo que se producen ellos mismos, sino que esos finales son provocados por una poderosa y oculta Secta de personas que ya dominan esos territorios y no quieren que sus conocimientos (y, sobre todo, los poderes que se derivan de esos conocimientos) se divulguen. Y como últimamente lo sobrenatural tiene mucha difusión a través de cursos de aprendizaje, revistas especializadas, y hasta canales de cable dedicados veinticuatro horas por día a esos temas, la mencionada Secta ha redoblado sus ataques neutralizadores. Ataques neutralizadores que se encaran por dos vías: una directa y otra indirecta. La vía indirecta es llevada a cabo por la Secta a través de campañas de propaganda y de una malintencionada “concientización” cuyo propósito es teñir de inverosímiles y ridículas a las investigaciones, y de charlatanes, curreros o dementes a los investigadores. Esta forma de actuación requiere una actividad constante e ininterrumpida sobre grupos humanos o quizá sobre poblaciones enteras de países. La vía directa es más temible y es usada por la Secta sobre individuos en particular en cuyas conciencias ha fracasado la vía indirecta. Estos individuos están condenados: a la internación y aislamiento, a la neutralización con drogas, o, sin más, a la muerte. Fernando Vidal Olmos fue una de las victimas de la Secta. Él refería a la “Secta de los Ciegos”, pero yo creo que la Secta está formada por todo tipo de gente, no únicamente por ciegos. Por eso la llamo simplemente Secta.

Muy probablemente la Secta tenga una tercera vía de actuación que combina elementos de las otras dos: la persuasión o disuasión de la indirecta con la agresividad y puntualidad de la directa, aunque sin llegar a los extremos de aniquilación o neutralización. Tal vez yo haya sido objeto de esta tercera vía, llevada a cabo por la Secta mediante la actuación de Valeria, que puede ser una enviada o integrante de la misma. Y creo que decidieron disuadirme por dos motivos:

1) Siempre tuve la tendencia a imaginar que en el mundo hay muchas más cosas que las que conocemos. Es decir: soy un investigador de lo oculto en potencia.

2) La Secta está muy a la defensiva por la razón que ya mencioné: la gran difusión de lo sobrenatural. Eso ha exacerbado sus mecanismos de autoprotección y la hace actuar ante cualquier situación que considere peligrosa para sus intereses, por pequeña o insignificante que sea o parezca.

Pasé casi toda la tarde pensando en estas dos hipótesis. En un principio ambas me parecieron convincentes, pero ahora estoy comenzando a descartar la primera, porque indudablemente ésa es la hipótesis que la Secta quiere que yo crea.

Tengo mucho miedo. He entrado en terrenos peligrosos. La Secta ya me conoce y ya sabe que, respecto de mí, fracasada que fue la vía indirecta y la probable tercera vía, sólo cuenta con la herramienta de la vía directa. Voy a continuar mi investigación porque no puedo hacer otra cosa: estoy en un lugar del cual ya no puedo salir. Me voy a cuidar mucho y estaré siempre alerta. Si mis precauciones no son suficientes y esta batalla es ganada por la Secta, espero que esta narración dé testimonio de los motivos de mi muerte o de mi locura.