17.6.06

El Turco.

Desde mi primer día de trabajo en el almacén de la fábrica de herrajes me desagradó el Turco. Yo no sabía que tendría que manipular cajas sucias de polvo y grasa y me fui vestido con un traje de oficina. —¿Cuando vas a un casamiento te ponés un mameluco? Me dijo antes de saludarme, e inmediatamente después de la pregunta conocí su estúpida risa que me atormentaría por tanto días. Sus temas de conversación, sus chistes, su forma de hablar, sus saludos, la estampa de su rostro… todo en él era repugnante. Repentinamente me sentí solo cuando noté que aparecía él como una suerte de líder, natural e incuestionable, para los otros tres imbéciles que trabajaban conmigo en el almacén. Festejaban sus bromas, lo consideraban un amigo, y tomaban sus opiniones sobre fútbol y mujeres como sabias sentencias de un filósofo.

Es una verdadera fortuna ya no estar entre ellos y haber tenido que dejar ese trabajo. Mi vida cambió a partir de mi agresión física al Turco, agresión tal vez desmedida. Quizá sea cierto que nada justifica la violencia. Pero también me parece muy acertado eso que leí en un diario, no sé si escrito por un juez o un psicólogo: “Cuando una persona estalla violentamente, a veces la ira es tanto inevitable como incontenible. Es una reacción ciega a la voluntad del sujeto, y como tal es axiológicamente neutra. Simplemente sucede, como un eclipse o un terremoto.”

Recuerdo la pregunta del Turco por la impresión que me provocó. Creo que fue una insolencia dirigida a hacer reír a los demás, poniéndome en una situación ridícula. Le respondí parcamente que no y comencé a embalar productos comprados por fábricas de muebles, tratando de ensuciarme poco. Tenía decidido no hablar con mis compañeros sino sólo cuando fuera necesario. Pero brotaron las interrogaciones, como si les molestara mi silencio. Me preguntaron dónde había trabajado antes, si era casado, si tenía hijos o novia, dónde vivía, con cuál club de fútbol simpatizaba… Mis respuestas fueron cada vez más cortas y malhumoradas, hasta que ya no hubo a qué responder.

Ahora me doy cuenta de que debí haber renunciado a ese empleo y buscar otro. Pero no quiero pensar en el arrepentimiento. Me hace mal sospechar que en el pasado tuve la oportunidad de un futuro mejor y no la elegí. Prefiero creer que estamos gobernados por un destino, por una desconocida hoja de ruta inmodificable. El arrepentimiento es una entelequia que nos impone el Diablo para mortificarnos. ¿Qué importa qué pude haber hecho aquel día, si la vida transcurre, siempre hacia adelante, por un único sendero? ¿Para qué ramificar el pasado si nunca podremos retroceder hasta la bifurcación?

Los días siguientes fueron consolidando una situación que se me tornaría insoportable. El trabajo no me disgustaba, pero me fastidiaban mis compañeros. Estaban todo el día hablando estupideces, escuchando una pequeña radio a todo volumen, o comentando temas sin importancia con frases sólo ricas en groserías. Todos habían decidido ignorarme (lo cual me reconfortaba), menos uno: el Turco, quien cada dos por tres me dirigía una pregunta malintencionada, o hacía comentarios a los demás, pero indirectamente remitidos a mí, que me obligaban a decir algo o permanecer en ridículo, todo seguido de esa estridente risa que me enfurecía cada vez más. Descubrí que los otros no hablaban porque era el Turco quien los representaba, y los odié tanto como a él, porque sabía con certeza que silenciosamente aprobaban y festejaban cada broma y cada comentario de mal gusto que debía soportar. Las jornadas de trabajo empezaron siendo tediosas, pero mientras se sucedían el sentimiento de tedio se fue transformando en una bronca que crecía rápidamente. Durante mis últimos días de empleado detestaba al Turco hasta en mis horas de descanso, que transcurrían lejos de la fábrica y de mis compañeros.

Hoy todo es diferente. Cuando me levanto me tranquiliza saber que no debo ir al almacén y que el día se presentará como a mí me gusta: solitario y silencioso, con posibilidades casi nulas de que sea distinto de como yo pronostico que será. Mi bienestar sólo se quiebra durante algunas noches en las que no puedo dormir, y en algunas tardes en las que me planteo que más adelante tendré que buscar trabajo y mudarme.

Pocas veces me encontré con mis otros compañeros después de aquél día del ataque al Turco. Sólo me buscaban para reprocharme mi conducta. Pasó mucho tiempo y nunca más los vi. Paradójicamente, quien tendría que ser el más ofendido es quien de vez en cuando viene a verme. Sus visitas son cortas y cada vez más frecuentes. No me pide explicaciones ni parece estar enojado por lo sucedido. Eso sí: no hace nada para ocultar la cicatriz que le dejé en el cuello, pequeña y ubicada en un lugar que la ropa deja descubierto. A veces pienso que nada de sincero tiene su comportamiento. Creo que lo que hace no es más que una teatralización cuyo objetivo es mi remordimiento. El Turco es incapaz de elaborar una venganza tan perfecta, pero puede ser que alguien se la haya recomendado. Yo no deseo sus visitas, pero no puedo evitarlas. Cuando estamos juntos siempre sucede lo mismo: me pregunta cómo estoy y me sonríe como compadeciéndose. Yo le respondo con frialdad, con cortesía y con mucho temor.

Mi último día de trabajo en el almacén fue un calvario. Todos estaban esperando la noche para asistir al asado que haría el Turco en su casa. Cumplía cuarenta años. Estaba eufórico y más insoportable que nunca. Cantaba tangos con letras apócrifas, chabacanas y llenas de palabrotas. Se me acercó y me dio un beso en la mejilla. Me dijo que lo hacía de tan contento que estaba, y luego empezó a reírse con esa risa que me hacía estallar de odio. Me alejé bruscamente y contuve mis ganas de golpearlo. —¡Qué arisco que sos -dijo-. Yo no seré la Claudia Schiffer pero tampoco soy Mandinga… Después de este comentario la risa fue generalizada, y yo no entendía por qué el Turco se había propuesto agredirme tanto.

Con la finalidad de alejarme cambié de tarea. Tomé un destornillador del tablero de herramientas y me puse a desarmar una abrochadora de cajas que no podíamos usar porque estaba trabada. El Turco se acercó para dejarme un pedazo de cartón amorfo en el cual, con caligrafía infantil, había escrito con un lápiz de carpintero la dirección de su casa. Me dijo que fuera a las nueve ó nueve y media, y que llevara nada más que cubiertos. Seguramente quería mi presencia para seguir riéndose de mí. Se lo devolví contestándole que no podía ir, y ya no recuerdo la excusa que impidió toda insistencia. Mirando a los otros, y casi gritando, dijo: —¡Sonamos muchachos! ¡Cómo nos vamos a aburrir sin Miss Simpatía…! Esas palabras confirmaban que me invitaba para seguir ridiculizándome en su casa. Una enorme furia me invadió y me concentré exageradamente en la abrochadora sin decir una palabra, con un gesto inexpresivo en mi rostro. El Turco supo que estaba ofendido y se fue de mi lado.

Media hora más tarde empezaron a tomar mates. Nunca me convidaban porque yo les había advertido que no tomaba mates amargos. El Turco volvió a acercárseme y dejó el cartoncito al lado de la abrochadora. —Si querés podés ir a eso de las doce -dijo-. Va a haber torta y sidra. Después salió del almacén. Yo continué con la abrochadora como si nada hubiese sucedido.

Al rato vuelve a acercarse y deja un mate a mi lado. —¡Un mate dulce, que para amarga está la vida…! Le di una chupada corta y lo dejé. Miré al Turco, que estaba de espalda. Me paré y sin darme cuenta de lo que hacía, ciegamente, le clavé el destornillador. La herramienta entró a cuarenta y cinco grados en el ángulo formado por su cuello y su hombro derecho, penetrando hasta el cabo. El Turco se estremeció, movió su mano izquierda hasta hacerla chocar con el cabo del destornillador, giró bruscamente su cabeza hacia la derecha y se desplomó. No se escuchó otro ruido que el de su cuerpo chocando el piso. Afortunadamente no me miró. Hubiera sido imposible borrar esos ojos de mis recuerdos.

Uno de los otros, no recuerdo quién exactamente, vio toda la escena. —¡¿Qué hacés, tarado?! -gritó-. Yo respondí, con un tono muy sereno, que el mate estaba amargo. Me tomó de los pelos y me arrastró violentamente hasta una mesita cercana, donde estaban un calentador, un paquete de yerba, una pava de aluminio y tres pequeños sobrecitos de papel, uno de ellos abierto. Yo me dejé arrastrar como si no tuviera dominio sobre mi cuerpo. —¡Estaba dulce! Cuando salío fue a la oficina a pedir azúcar. Vos lo notaste amargo porque era el primero con azúcar. ¡Tarado!

No sé que pasó inmediatamente después. No recuerdo médicos ni ambulancias, pero seguramente los hubo. El universo que me rodeaba desapareció y sólo dos voces retumbaban en mi cabeza: Miss Simpatía y Tarado. De los días sucesivos tengo únicamente recuerdos aislados: mis manos esposadas, una abogada de la Defensoría de Pobres y Ausentes, un compañero diciéndole a un juez que el Turco era el único que se esforzaba en integrarme al grupo, policías uniformados, largas esperas en los pasillos de los tribunales…

Varios años pasaron ya desde aquél día en que ataqué al Turco. Ahora mis días son tranquilos. Aún no me explico por qué no dejé de trabajar en el almacén unos días antes de que mi furia estallara. Pero creo que este planteo es inútil porque (ya he dicho esto antes) es imposible cambiar lo que pasó. Lo único que quedó vivo de ese pasado es la presencia del Turco, cuyas visitas, siempre nocturnas y cada vez más frecuentes, temo que me hagan enloquecer antes de que termine mi condena. Aunque últimamente pienso que ese temor es infundado. No falta mucho para mi liberación. Ya casi termina el invierno y unos días antes de que comience el verano estaré viviendo fuera de esta cárcel. Entonces seré yo quien lo visite. Voy a esperar un día soleado y voy a ir a su encuentro muy temprano por la tarde, cuando todas las personas están encerradas en sus casas. Cuando me encuentre frente a él, no sé qué voy a decir ni cómo me comportaré, pero tengo decidido no reprimir mis sentimientos y ser absolutamente sincero. Estoy convencido de que él sabrá apreciar mi espontaneidad y mi sinceridad. También tengo decidido dejar flores sobre la piedra que reza su nombre y la fecha en que lo agredí. Tal vez con eso ya no me moleste más.