17.6.06

Cosas Raras.

Hace un tiempo un amigo me dijo cuándo sucedieron, pero ya no recuerdo con exactitud la fecha de los extraños sucesos. Fue durante una de mis visitas. Estábamos en su casa, charlando sobre temas condenados al olvido, y de pronto (he olvidado los antecedentes de la conversación que encaminaron la charla hasta el tema que me ocupa) mi interlocutor abandonó ese carácter para asumir el de narrador. Con un tono circunspecto, ese amigo tan poco interesado en la literatura y los mitos, comenzó su crónica:

“…el viejo que cuida el campo conoce bien la historia, y algún día podemos charlar con él. En ese campo hay unas caballerizas abandonadas y ruinosas. Las dejaron de usar porque comenzaron a suceder cosas raras. Te estoy hablando de muchos años atrás. Esas cosas raras todavía pasan hoy, únicamente por las noches. Es por eso que desde el atardecer hasta el amanecer nadie se acerca al lugar.”

Interrumpí bruscamente su relato, motivado por un arranque de lógica y cientificismo (y también, quizá, por un no reconocido desprecio por los mitos populares locales), y solicité a mi amigo que me explicara en qué consistían esas “cosas raras”.

Contestó inmediatamente: —“El Diablo”. Esa exposición tan corta, tan retrucada y tan poco explícita, ahora, en este momento, me llena de escalofrío, y por el momento es el recuerdo más vivo y presente de aquella conversación. Después de unos segundos de compartido silencio, retomó su relato:

“Unos jóvenes del Ejército de Salvación se enteraron de esta historia sobre las caballerizas y pidieron permiso a los dueños del campo para pasar una noche en ellas. Cuando comenzaron las advertencias, ellos dijeron que ya sabían qué se decía de ellas, pero que no podía ser verdadero. Argumentaron que las falsas noticias no son buenas, y que ellos se proponían contrarrestar esa falsedad que se estaba desparramando por todos lados.

“Entonces fueron, en varios vehículos. Era un grupo numeroso de chicas y muchachos. Llegaron por la tarde, muy temprano, y se instalaron en las caballerizas. Tenían viandas, leña para hacer fuego, naipes, libros, radiograbadores, bolsas de dormir, linternas y faroles. Todo fue un pic-nic hasta que se fue el Sol. A partir de ese momento, y muy de a poco, comenzaron a pasar cosas raras. Las atribuyeron a sus propios miedos, a esos temores que la razón y la fe no logran disipar, pero que pertenecen a la esfera intelectual de cada uno y que nada tienen que ver con el mundo físico exterior. También pensaron que esas pequeñas e indomables sospechas sobre la existencia de lo sobrenatural (falsas sospechas al fin, para ellos) estaban potenciadas por la soledad y el silencio de la noche.

“Pero las cosas raras iban ´in crescendo´ y mucho antes de la medianoche la mayoría de ellos estaba aterrorizada y decidida a abandonar el lugar. Dos muchachos quisieron quedarse y pidieron que les dejaran un vehículo para volver a la ciudad el próximo mediodía. Quedaron solos y no volvieron a la hora prometida. Durante la tarde, los que abandonaron el lugar fueron a buscarlos. Los hallaron dentro de las caballerizas, tirados en el suelo, completamente alienados. Era de día, y lo único sobrenatural que mostraba ese ruinoso y pacífico lugar era la ausencia de dos conciencias. Los muchachos hablaban con palabras desarticuladas e incomprensibles. Nada de los sucedido pudo reconstruirse a través de sus testimonios. Están internados en el Llanura (el asilo local), pero hablar con ellos es inútil, la comunicación es imposible. Son testigos que hablan un lenguaje cifrado e indescifrable. Los otros, los que volvieron antes de la medianoche, dicen que su carácter de religiosos pertenecientes al Ejército de Salvación les impide hacer cualquier tipo de comentarios sobre lo que conocieron en las caballerizas.”

Allí terminó el relato y yo no hice preguntas ni comentarios sobre él. Esto desorientó un poco a mi amigo, quien había muy bien advertido mi total atención y concentración en sus palabras. Quiero ahora explicar la razón de mi silencio después de tanto interés: la historia me sorprendió por su originalidad y por su capacidad para atraparme, pero los sucesos me fueron contados como verídicos. Yo, desde el principio, no los creí. Por eso interrumpí a mi amigo, al comienzo, con un prurito negador de lo extraordinario. Pero después lo narrado se convirtió en algo tan hermoso que, aunque seguí sin creer los hechos hasta el fin, me gustó mucho escucharlos, aunque se tratara de mentiras. Estaba convencido de la credulidad de mi amigo, pero no logró convencerme. Y no querer comenzar una disputa sobre la verosimilitud de lo sucedido en las caballerizas fue otra de las razones de mi silencio. Pero la más importante es la anterior, la de la belleza del relato. Reconozco que hay mentiras bellas y reconozco también que me gusta mucho que las haya. Muchas de esas mentiras no sólo son hermosas, sino que también hace muy bien saberlas y recordarlas. Como ejemplo de estas últimas cito esa que habla sobre unos amantes de la ciudad de Verona.

Al escuchar la historia, inmediatamente advertí que contenía algunos datos a partir de los cuales se podía iniciar una investigación. Tal vez hubiera sido provechoso hablar con el viejo que cuida el campo, o pedir información en el Ejército de Salvación, o visitar el Llanura para corroborar la internación de los dos desafortunados. Seguramente debido a mi incredulidad, a pesar de la fascinación por la forma, no me preocupé por hacer nada de eso. Ahora estoy un poco arrepentido. Repito (ya sin dudarlo): hubiera sido provechoso.

Me he detenido a pensar un poco en la historia y me llama la atención la ausencia de fantasmas, voces o ruidos aparecidos desde la nada, enanos deformados, muertos vivientes o monstruos gigantescos. Todas esas torpezas intelectuales son muy comunes en los mitos populares sobre lo extraordinario. La actitud de los jóvenes del Ejército de Salvación también es interesante. Ellos estaban convencidos de que la historia era falsa y sin embargo, como si no les alcanzaran sus convicciones de religiosos practicantes o racionalistas puros, necesitaron ir a ver que nada extraño sucedía en las caballerizas. Estoy en una disyuntiva: no sé si considerarlos imbéciles o inteligentes por exigirse una experiencia sensible, una evidencia empírica que afirmara las verdades que les dictaban la fe o la razón. Hay un detalle ineludible: eran jóvenes. Entonces, tal vez, aún temiendo que allí estuviese el Diablo, negaron ese temor y decidieron enfrentarlo, sin motivos, sólo porque sí, heroica o tontamente. Quizá esta última sea la explicación más creíble. Esta actitud no es extraña en los jóvenes.

El final es aterrador y cada vez que pienso en él me invade un pandemónium de sentimientos que llega a extasiarme. Ese final potencia el mito y deja incólume la incerteza sobre lo que ocurre en las caballerizas. Indudablemente algo privó de conciencia a los jóvenes, pero es imposible saber qué fue lo que logró eso. Creo que la locura de los muchachos no fue un castigo para ellos, porque no tienen conciencia de la pena. Más bien fue una advertencia del Diablo, para todos los que conocemos el mito, de la capacidad destructora de su extrema maldad. Ahora bien: nada puede asegurarse sobre las caballerizas. Las preguntas que surgen son elementales y pretenden respuestas simples que llenen grandes vacíos de ignorancia. Pero no hay respuestas; el mito sólo permite elaborar conjeturas frágiles y temblorosas.

Ahora cambiaré de tema y daré algunas explicaciones antes de cerrar apresuradamente esta exposición, porque el Sol ya está tocando el horizonte. Hace algunas horas estaba en mi casa, solo, aburrido y angustiado. Y como no tenía nada en particular que me interesara en la ciudad, decidí dar un paseo por los caminos rurales, para ver la parte campestre del mundo. Cada vez que me encuentro abrumado me reconforta conducir por estos parajes. Es un modo que tengo de suspender la melancolía y recomponer el ánimo. La soledad, la rudeza y la inhospitalidad de los caminos de tierra me exigen tal concentración en la conducción y en la orientación para el regreso, que logran hacerme olvidar por un momento las causas de mis tristezas. Y al regresar a la ciudad siento, aunque efímeramente, un extraño placer, parecido a la calidez que siente quien vuelve a ella luego de varios años de ausencia. No son extrañas las conductas excéntricas en las personas angustiadas: Catón, con valerosidad, se arroja sobre su espada; Ismael, calladamente, se mete en el ballenero; yo, cobardemente, conduzco por el campo. Aunque no se den cuenta, casi todas las personas, alguna vez en la vida, tienen sentimientos parecidos a los míos respecto de la campiña.

Siempre que decido volver a la ciudad lo hago desandando los caminos por los que anduve. Pero esta tarde equivoqué el planeado regreso y pronto me di cuenta de que estaba conduciendo por senderos distintos a los que había tomado al internarme en los campos. Y fue de esta manera que, sin proponérmelo, avisté las caballerizas y detuve mi marcha. Están a unos doscientos metros y no hay camino hasta ellas. Inmediatamente recordé lo que me había contado mi amigo y me llené de curiosidad. Pero todavía era de día, aunque no faltaba mucho para el atardecer. Esperando esa hora, he escrito estas líneas. En este momento ya no se ve el Sol y voy a caminar hasta las caballerizas para internarme un rato en ellas. Antes de partir, dejo las hojas que escritas sobre el asiento del conductor del coche. Ruego al Cielo que nadie las encuentre antes que yo.